I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

2 de octubre de 2010

Burbuja de caravanas.

Así, sin previo aviso, se situó allí, en ese punto intermedio. Ese punto intermedio entre la locura y la cordura, entre el uno y el veintinueve, entre la vigilia y los sueños. Le resultó cómico, pues había asumido hace tiempo sus sentimientos, vivía como podía con ellos, y sin embargo seguían consiguiendo que se sorprendiese.

Pero hasta esa tarde no se dio cuenta. Hasta esa tarde en la que había decidido no asistir al ensayo que había estado planeando semanas. Hasta esa tarde que la había acompañado por la Gran Vía, mientras cientos de personas sin apariencia ni nombre caminaban a su lado, dificultándoles el trayecto.

Y aún con todo ese túmulto de rostros desconocidos, el chico no se había sentido incomodo en ningún momento. Porque fue en una acera cualquiera, en un momento sin importancia alguna, cuando se dio cuenta.

Y ni el café amargo, ni los continuos cracks y zas y demás onomatopeyas, ni el calor, ni los granos, ni el dolor causado por su explosión, ni la luz del sol dañando sus ojos, ni los gatos negros que se relamían la lengua, ni las montañas de basura, ni las canciones pegadizas y con ritmo de Disney, ni siquiera las películas de miedo con sangre y visceras, consiguieron acabar con la sonrisa que se había ido dibujando en su rostro a lo largo de la tarde.

En la concurrida acera, con ese conjunto de simbiontes andantes, las luces brillando en la oscuridad e iluminando la calle, ella se había girado para mirarle a él. Y entonces, como un paragüas que cae al suelo mojado en medio de la lluvia, como un golpe en una mejilla rojiza o como una metáfora sin significado alguno, se sorprendió a sí mismo riendo a carcajadas.

Y los pajaros seguirían cantando de la misma manera, las luces no brillarían con más intensidad, las canciones seguirían significando lo mismo, los bancos seguirían siendo incómodos, las manos de la chica seguirían resultándole frías, su temperatura corporal no disminuiría, los rotuladores seguirían manchando las manos, el frío seguiría siendo igual de agradable. Y ni Liverpool, ni Edimburgo, ni Sri Lanka, ni Nueva York, ni cualquier otro lugar se movería de su sitio, y él seguiría rechazando su dinero, y seguiría siendo estúpidamente estúpido, idiótamente idiota, y las bromas seguirían siendo las mismas.

Pero, y sólo pero, podía ser que ella descubriese aquello de lo que se había dado cuenta. Y tal vez ella sonriese y se lanzase a sus brazos, o por el contrario, le resultase indiferente y continuase bebiendo su batido de chocolate.

Y ella no era una chica que fuese a olvidar tan fácilmente. Porque esa espina se había clavado hasta el fondo. Porque sonreía como un idiota al oír su nombre, porque componía canciones y canciones, y escribía letras y letras tan malas como su inspiración. Porque por sus venas corría sangre azucarada.

Porque su necesidad de ella aumentaba a cada paso que daba, porque su pelo era marrón. Porque aún estando a ciento nueve pasos de ella, la echaba de menos. Desesperada, exagerada, cursi e incansablemente. Y muchos otros adverbios terminados en -mente.

Porque no fue, ni era, ni sería, una chica más. Porque ella era la chica de las converse.

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