I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

4 de octubre de 2010

Láser sin sentido.

Todo. Palabra formada por sólo cuatro letras, dos vocales y dos consonantes, y sin embargo capaz de englobar cantidades enormes de significados. Era paradójico, sin más. Como acabar de empezar, como las agendas grandes y amarillas o como las ofertas del dos por uno del telepizza. Y Todo estaba satisfecho, claro que lo estaba. Lo tenía todo. Lo era todo. Lo conseguía todo.

Allí, contemplando el cielo oscuro y nublado, quisó olvidarse de todo, incluso a sabiendas las dimensiones de esa palabra corta y aparentemente feliz. Y esta vez no había un por qué definido. Tal vez porque el suelo había seguido seco aún con la capa de nubes cubriendo el cielo. Tal vez porque el frío no hubiese hecho acto de presencia. Tal vez porque dos cuerdas de su guitarra se habían roto cuando trataba de desahogarse aporreando el instrumento.

No tenía motivos. No tenía razones. Ni principios. Ni orgullo. No. No tenía nada. Y nada era otra palabra de cuatro palabras, con dos vocales y consonantes, muy parecida a todo. Pero con significados completamente opuestos. Una línea muy fina, casi invisible, diferenciaba esas dos palabras. Porque se podía pasar de tenerlo todo, a no tener nada. O de no tener nada, a tenerlo todo. O de ser un triunfador a un idiota. Y viceversa.

Porque la realidad era relativa. Porque no podía captar completamente esa realidad. Porque no entendía nada. No todo, no. Nada. Porque no se entendía ni a sí mismo. Porque ni siquiera el alcohol conseguía evadirle. Ni otras drogas. Porque no. Y menos mal que no habías por qués.

Pero supuso que lo importante no era eso. Que no había nada importante excepto el núcleo. También supuso que aunque el alcohol no hubiese conseguido evadirle, desde luego si había conseguido sumirle en un estado de confusión tal que no era capaz de diferenciar entre arriba y abajo. Pero, ¿sabeis qué era lo peor? Ni una gota de ese maldito líquido había tocado sus labios. Su ebriedad no era alcohólica. Era azucarada y amarga. Era azúcar en sangre. Era una ebriedad relativa.

Y de nuevo volvió a no entender nada.

Pero no, esa ebriedad relativa no había cumplido su proposito. Ni por asomo. Porque ella seguía allí. No físicamente, claro, pero sí mentalmente, para variar. Y la recordó en su peor estado. Y su recuerdo le trajó sensaciones que hicieron que sus tripas se encogiesen, que su organismo segregase adrenalina, que su vello se erizase. Y el alcohol pasó a ser menos agradable, y los arbustos más traicioneros, y los campos de fútbol más largos, y las rocas más dolorosas, y los perros menos cariñosos, y el suelo más incomodo, y las lagrimas más amargas. Y ahogó un grito mientras se revolcaba por el suelo.

Sin embargo, inmediatamente ese recuerdo cedió paso a otro. Y esta vez su corazón se aceleró, y su cerebro envió ordenes a sus músculos faciales para que dibujasen una sonrisa en su rostro. Y los niños pasaron a ser más agradables, y las cursiladas menos cursis, y el calor más frío, y las caricias más placenteras, y las estrellas más brillantes, y los coches y motos más rápidos, y el humo menos molesto, y el agua más agradable. Y el tiempo menos tiempo.

Y su ebriedad se acentuó mientras en sus oídos se reproducían una y otra vez las mismas dos palabras que ella pronunció una vez, y él se repetía casí constantemente. Todo se volvió nada. Nada se volvió todo.

La quería. Inexoráblemente.

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