I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

30 de diciembre de 2010

Tan sólo es un semáforo más.

Como tantas otras cosas, los lapiceros han de tener algo de rojo. Como la nariz del reno de Santa Claus, las pizzas, los rotuladores y las camisetas blancas manchadas de macarrones. Porque el rojo, aún encontrándose a kilómetros del verde o del naranja, tenía cierta repercusión en la vida del chico.

Era curioso, sin embargo, que Matt, que nunca antes había dado mayor importancia a los colores, sonriese como si le faltasen un más de un par de neuronas al vislumbrar cualquier objeto compuesto por el verde, y el naranja. Casi tanto, como cuando caminando por la fría calle, o tumbado en el césped húmedo, o símplemente rodeado de cientos de personas, para variar, recordaba como ella le había dirigido una sonrisa mientras cerraba la puerta de su casa y él bajaba por esas escaleras amarillentas cuando el sol caía, y blancas cuando se encontraba en su cénit.

Y es que algunas palabras, pretenciosas ellas, oye, con intenciones tal vez hirientes parecían querer romper ese hilo rojo que unía ambos colores, y sin el cual estarían acabados. Porque mil metáforas podrían explicarlo de una manera más eficiente, pero sólo una supuesta marioneta, unida por hilos, cuerdas, o extensiones simplemente, a una mano que jugueteaba con maestría, podría explicarlo perfectamente.

- ¿Explicar el qué? -dijo el anciano que dormía en la mente del chico, y despertaba cuando las constantes preguntas pasaban a ser sumamente desagradables.
- Oh, pues por ejemplo, porque esos hilos son rojos -respondía Matt a ese producto de su infantil imaginación, vestido con traje de tweed, verde, claro.
- Amigo mío, ¿nunca te has planteado tu locura? -le preguntaba mientras tomaba una taza de té caliente -No una locura divertida y juguetona, como la que los medios de comunicación han ido introduciendo en la sociedad. Una locura oscura, absurda y en cierto modo peligrosa.
- Alguna vez lo he hecho, la verdad -la situación comenzaba a ser desconcertante.
- ¿Y bien?
- ¿Y bien qué?
- ¿Por qué es rojo el hilo?
- Porque si fuese verde, el naranja podría quedar eclipsado ante tanto verde, y viceversa. El rojo es intermedio. Equilibra la situación.
- Es una respuesta muy infantil. Casi estúpida. Lo primero que se te ha venido a la mente, diría yo.
- Tu formas parte de mi mente, idiota. No puedo responderte, porque sabes que voy a decir. Esta conversación es la más absurda que he mantenido en la vida. Ni siquiera sé a que viene esto.
- En realidad esta conversación no se está manteniendo. Tampoco te estás volviendo loco. Estas ebrio, muchacho. Rematadamente ebrio. Y lo peor no es eso.
- ¿Qué es pues?
- Ella está llorando -dio un sorbo rápido a esa taza azul, repleta de té humeante.
- ¿Ella?
- ¿Tu ebriedad te impide recordarla? Es la que en la metáfora que tanto te gusta repetir, paupérrima, todo sea dicho, ocupa el naranja. Porque tu, el verde, no eres nada sin ese naranja con converse rosas, o en su defecto, nike blancas.
- ¿Y tú como sabes todo eso? ¿Por qué llora? Joder, ¡Sacame de aquí!
- Vaya, ¿y tú eres el inteligente? Yo formo parte de tu mente, idiota, y oigo una y otra vez su nombre. Elena por aquí, Elena por allá. No se salva ninguna parte, ni el anciano de la filosofía, ni el anciano de los aviones. Ningún anciano. Aunque yo sea todos, y ninguno a la vez. Ni tampoco cuando tu mente se hincha y parece que está a punto de estallar, por estupideces incoherentes.
- ¿Por qué coño llora? -cortó el chico mientras tiraba la mesa en la que ese barbudo anciano que no superaba el metro cincuenta apoyaba sus zapatos marrones e impecables.
- Que desagradable -murmuraba mientras que con un chasqueo de dedos hacía desaparecer el té derramado, la tetera y la indignación del chico -Tanto alcohol tanto alcohol y mira para lo que te sirve. Amigo mío, no estás en el techo, la gravedad no se ha invertido, y ella no llora por ese ficticio hecho que tu embotada mente ha tratado de asentar.
- ¿Y entonces?
- Llora porque eres incapaz de mantenerte en pie. Porque estás gritando en su portal sin preocuparte por si despiertas, a la una de la madrugada, a sus vecinos. Porque suplicas que te meta los dedos en la garganta hasta hacerte vomitar. Porque...
- ¡Yo no estoy haciendo esto! ¡Estoy aquí, contigo! -trató de cortar Matt, pero el anciano seguía su dolorosa lista de porqués. Una terrible desesperación se adueñó de él.
- ... no la llamaste. Porque cree que no te importa. Porque...
- ¡No! ¡Para! -gritaba mientras se sacudía la cabeza. Ella estaba ahí, sentada en unas escaleras ahora amarillentas, con la cabeza entre sus brazos, llorando. Pero Matt no era capaz de serenarse, de tranquilizarla. No podía acercarse a ella sin marearse.
- ... esta descalza en su portal. Porque la está dando una crisis nerviosa. Porque le das miedo. Miedo, ¿entiendes? -la chillona voz del anciano se fue desvaneciendo en un susurro -Está asustada de ti.

Y un todo oscuro, que rozaba la negrura, se abalanzó sobre el chico, como si de una pantera que había estado acechando a su presa se tratase. Matt gritó.

Con un grito, la camiseta mojada y pegada a su piel, y los pies fríos, el de verde se incorporó rápidamente de la cama. Miró a su alrededor, asustado, mientras los continuos y acelerados latidos de su órgano rojo golpeaban con violencia su pecho. Reconoció las zapatillas, el armario y el despertador de números rojos de su habitación, en la casa que su padre había abandonado hacía dos días en uno de sus importantes pero imprevistos viajes al extranjero.

"Joder, sólo ha sido una pesadilla" dijo mientras se levantaba y se dirigía a la cocina a prepararse un café. El sonido de la cafetera le tranquilizaba, y un café no le vendría mal para el día que se acercaba. La persiana dejaba pasar las primeras luces de la mañana, tímidas e inseguras.

Apoyado en el alfeizar de la ventana, trató de tranquilizarse mientras se repetía una y otra vez que no había sido más que una pesadilla. Que no existía ese anciano con traje de tweed verde, que no había bebido la noche anterior, y que ella no había llorado. Cerró los ojos, y trató de impedir que ese torrente empapase sus emociones, confusas y doloridas. Había sido tan real...

La bocina de un coche le sacó de sus sombríos pensamientos, y contempló la calle. El rojo de un semáforo pareció dedicarle un guiño, y como un idiota volvió a recordar la conversación con ese peculiar anciano, sobre colores. Sonrió al darse cuenta de los tres colores de ese semáforo. Como un idiota. Como si le faltasen un par de neuronas, o tal vez más.

El pitido acerado de la cafetera le obligó a correr a por su cálido café, y mientras hundía sus labios, agrietados por el sudor, en esa espumosa sustancia, recordó como ella le había confesado que él era su guardián. Y recordó también como le había besado, y el plano de metro que ella le había regalado, modificado, claro. Recordó sus piernas, medio ocultas por una ventana casi opaca, bajando esas escaleras blanquecinas cuando el sol sonreía, mientras él la esperaba apoyado en una barandilla. Y recordó como con dos simples palabras había conseguido que el chico sonriese, sí, para variar, como un estúpido a la vez que un par de órganos mal puestos enviaban señales a su trastornado cerebro, y se sentía... ¿cómo decirlo? Puta.

Y como un idiota, tras la pesadilla tan real que casi había sufrido en sus propias carnes, Matt deseó no despertarse nunca y poder contestar con un "Puta" cuando le preguntasen que como se sentía.

Y un segundo después, sin poder evitarlo, la deseó a ella.

18 de diciembre de 2010

¿Canciones, grupos y letras? No, tan sólo el bajo.

Poco a poco, o más bien mucho a mucho, las altaneras cursiladas se habían ido abriendo paso en su vida. Sigilosa y casi imperceptiblemente. Y ahora formaban parte de ella, intentando ser expulsadas junto a otro cúmulo de palabras que luchaban por salir de ese rojo con ventrículos. Y volvía a repetirse. De nuevo.

¿Pero qué le iba a hacer si su mente barajaba unas cartas que no eran las suyas? Constantemente, todo sea dicho. Unas cartas impredecibles, con converse rotas, y rosas, y con un pelo bonito. Valga la redundancia. Sus pensamientos dejaban mucho que desear, pasaban de un estado pobre, a uno rematadamente paupérrimo.

No, no era el mejor día para tratar de explicarse. Aunque tampoco sabía la razón para hacerlo, ya que no tenía explicación. Y que Matt, el chico de hechos y física, admitiese que algo no tenía explicación lógica, o que al menos aún no había llegado a encontrarla, podía parecer una insignificancia cursi y repetitiva, como las que el chico soltaba últimamente demasiado a menudo.

Pero que va.

Y es que para que admitiese algo así, el mundo tenía que haber dado un cambio no precisamente insignificante a sus ojos. Bueno, su mundo. Sí, relatividad, mundos y ella. Los tres temas con los que sus amigos tenían que tratar día tras día.

Porque podría decirla muchas cosas que ella intuía o creía saber. Que el tema estándar en los últimos meses era ella, pero no porque se le acabasen otros temas, sino porque no podía evitar que la presencia de la chica se impusiese incluso en la distancia. Aunque no fuesen más que ciento nueve, o doscientos nueve pasos los que le separaban de ella. O que guardaba todos y cada uno de sus notas, posits y zases en una caja de zapatos. Pero no una cualquiera, que va. Una caja negra y amarilla, con la etiqueta del precio. Seguramente esa información no le importase, pero no pasaba nada.

Podría decir que la escribía mil letras, y que tiraba a la basura mil y una. O que había rajado, manipulado y ultrajado su guitarra negra, de cuatro cuerdas claro. Que no le importaba repetir las mismas redundancias, o que cada vez que su dedo se dirigía a su nariz, una extraña ebriedad se apoderaba de él mientras que su mente exclamaba a voz de grito una palabra que empieza por "s", termina por "o", que no es masculina y que tiene seis letras. Aunque cierto era que podría decir que no tenía hambre, pero lograría despedirse de ella sin que esta le hubiese encasquetado un bocadillo, un trozo de jamón o un beso. Preferiblemente lo ultimo. Podría decir que le llamaban Octubre, su mes favorito, tratando de imitar a una canción de un grupo desconocido. No para ella, claro. Pero entonces volvería a repetirse, y sería acusado de falta de originalidad.

Por eso prefería decir que le llamaban pesado desde que sólo hablaba de ella.

Y que hasta la fuerza de los mares se quedaba corta al lado de las insignificancias altaneras y cursis del chico.

7 de diciembre de 2010

Nunca es mucho tiempo, pero mucho lo es más.

Ciertamente ella nunca le tuvo mucho aprecio a las arañas, ya que con sus ocho ojos y ocho patas podían llegar a resultar bastante poco agraciadas. En realidad algo de pánico si podían llegar a causarla. Nunca las tocaba si podía evitarlo, pero no dudaba en defender sus derechos ante cualquier arranque de bestialidad. Porque hasta las arañas tenían derecho a vivir.

Tampoco sentía vértigo. Es más, siempre que podía prefería encontrarse en un avión con un destino desconocido, entre las nubes o en los sitios más inalcanzables. O simplemente entre las más altas azoteas. Cada vez que subía a la azotea, no a una, no, a "la", parecía sorprenderse como la primera vez. Aunque tal vez fuesen imaginaciones del chico, ya que enseguida caminaba y contemplaba la ciudad desde las alturas como si no hubiese pasado nada.

No sólo sabía hacer sándwiches de jamón y queso, las tortillas también se la daban genial. Y aguantar lasañas, carne cruda y huevos fritos mal hechos. Nunca la apasionaron especialmente los videjuegos.

En el fondo no soportaba el frío. Se colaba por entre sus ropas, llevase abrigo, pantalones conseguidos por medios poco recomendables, guantes o gorros. Siempre conseguía que acabase tiritando y deseando volver a un lugar cálido, como por ejemplo entre los brazos del chico. Y para que negarlo, esto causaba en él una enorme satisfacción. Prefería el calor y el verano en invierno, y el frío y el invierno en verano.

Se la daba bien recordar las letras de mil canciones, y sabía cantar una canción cuyo tema girase en torno a una palabra con solo mencionar esa misma, pero sin embargo nunca se la dio bien escuchar el bajo.

Leía casi más que metía zases, de esos que duelen y hacían pararse en medio de una calle repleta de gente con prisa y sin alegría, a mirarla fijamente y sentir al órgano rojo latir con fuerza mientras que ella sonreía con satisfacción. Y conocía mil historias, aunque fuese Matt quien las terminase con alguna variación insignificante.

Adoraba la lluvia, pero no por la mañana, claro. Por la mañana la ponía triste, eso si, ¿por la tarde? Oh, por la tarde la encantaba caminar con el agua empapando su rostro, su pelo y los principios del chico, mientras contemplaba las distintas reacciones de la gente ante tal aguacero. Aunque nunca caía tanta agua como ella reía, porque se reía de todo. Y mientras reía, mostraba la sonrisa inoxidable que el chico tanto adoraba, aunque el motivo de la mofa fuese él mismo. La verdad es que la mayor parte del tiempo, él era ese motivo. Aunque fuese aburrido.

Tampoco se planteaba un problema hasta que lo tenía en frente. Ella era una chica de hipótesis. Prefería soñar y divagar entre elucubraciones a atenerse a los hechos. Sabía arreglar lamparas que llevaban mucho tiempo rotas, y escribir los mejores textos reivindicativos, y llevar converse. Cantaba a todas horas y añadía o quitaba letras a las palabras cuando la venía en gana.

La ausencia de su madre en la infancia había obligado a Matt a contemplar y analizar casi constantemente cualquier insignificante gesto de cada mujer que aparecía ocasionalmente alguna noche con su padre, normalmente ebrio. Todas fueron rechazadas. Y esa costumbre se continuo hasta su adolescencia, expresándose en la selección de cada chica que había subido a su dormitorio. Y los mismos gestos, las mismas falsas sonrisas, las mismas palabras, las mismas caricias y las mismas posibilidades de diferentes rostros habían hecho creer al chico que había comprendido a la humanidad y que nada podría ya sorprenderle. Que la monotonía aparecía demasiado cerca del principio de la diversión.

Cuan equivocado estaba.

4 de diciembre de 2010

Comprar pizza y pagar con música.

Esa vez no había luz que se filtrase entre las rendijas de la persiana azul, porque no había persiana azul, ni luz. No había reloj con números rojos e intermitentes que marcasen una hora temprana por la mañana. Los puestos de venta de helados no estaban abiertos. Lo cierto es que excepto el uno o dos por ciento de la población, la ciudad dormía. Las estrellas llevaban ya varias horas iluminando un rostro tan conocido.

En cierto modo, era una escena similar. Ella había acabado dormida tras conversar ininterrumpídamente sobre varias banalidades, y su cabeza reposaba ahora sobre su pecho desnudo. Su pelo, algo más corto que la primera vez, estaba recogido en una graciosa coleta que le permitía observar perfectamente todo su rostro.

Y mientras lo hacía, más se hundía en un mar sin fondo. Porque joder, ¿cómo no iba a hacerlo cuando ella dormía tranquilamente a su lado? No otra, no. Ella. Y aunque a lo largo del tiempo había encontrado mil y una definiciones para ella, ninguna había terminado de convencerlo del todo.

Sinceramente, ella era mejor que cuatro galletas de chocolate mojadas en leche. Y que rascarse tras insufribles segundos de picor. Y que trescientos ensayos, y patinar en una plaza repleta de transeúntes.

Se la daba realmente bien tirar de una cuerda imaginaria, y compaginarla perfectamente. Nunca había probado unos mejores sándwiches de jamón y queso, y sus historias conseguían introducírsele entre dos neuronas mal colocadas provocándole estremecimientos innecesarios.

Se la daba genial los semáforos, los masajes y los beatles. Matt podría decir que las manchas eran casi su especialidad, pero entonces dejaría aparte su capacidad para sorprender al chico. La imaginación, y la sincronización. Entender las incoherencias gramaticales del chico, o leer sus papeles sucios y húmedos cada vez éste necesitase desahogarse. Y dormirse a su lado.

En una habitación que cada vez pasaba a ser más la suya, Matt terminaba de creerse su americana historia, como cada vez antes de cerrar los ojos, mientras se levantaba procurando no despertar a la chica que dormía profundamente sin percatarse de nada. La cocina recibió al chico semidesnudo y éste agarró un brick de leche y un vaso, rezando con que la madre de ella no anduviese por la casa. Aunque se hubiese acostumbrado a la presencia del chico, no era recomendable tentar a la suerte.

Debía de haberse marchado a trabajar, sin embargo, ya que esa casa que no era la suya estaba completamente sola. Con una confianza que tal vez no debiese sentir, se sentó en el sofá del salón mientras bebía con avidez. Los salones siempre le habían parecido la parte más perfecta de una casa, sin ningún aparente motivo. Tal vez porque normalmente era la sala más grande, o porque los sofás se colocaban allí, y una casa sin un sofá nunca sería una verdadera casa.

Una mano fría le rozó el cuello, y Matt sonrió sin darse la vuelta. Sabía perfectamente de quién era esa mano.

- Hace frío, deberías ponerte algo -susurró con voz somnolienta.
- Cierto -contestó a la vez que con un rápido movimiento arrojaba una manta pillándola desprevenida.
- Idiota.

Se tumbó a su lado, y su pelo le acarició la nariz, haciéndole cosquillas.

- ¿Sabías que más del sesenta por ciento de la población dice sentir frío cuando en realidad no lo hace? -comentó el chico con un bostezo.
- ¿Sabías que mi madre te matará como te vea sin camiseta, empalmado y con manchas de su leche? -respondió ella con malicia.
- Lo intuía -soltó una carcajada -No es mi culpa, no te juntes tanto.
- Enfermo.
- Entre otras cosas.

Rieron. A las cuatro de la mañana, rieron ruidosamente.

- ¿Sabías que odio las frases que empiezan por sabías?
- ¿En serio? -se extrañó él.
- ¿Quién sabe?
- ¿Sabías, sabías?
- ¿Qué?
- Esta conversación no tiene sentido.

Callaron y el salón sumido el la penumbra, el silencio y ese sofá tan cómodo fueron hundiendo al chico en un estado de sopor similar al sueño.

- Matt -el chico abrió los ojos de inmediato al oírla.
- Lo sé, lo sé. Ahora me pongo la camisa.
- No idiota.
- ¿Entonces?

Con un gesto divertido en el rostro, la chica se levantó y cogió de la mesa una hoja. La dio la vuelta para que él no la viese mientras escribía algo con un rotulador rojo. Matt trató de asomarse a ver que hacía, pero ella cogió el papel y se largó a la cocina a terminar de escribir en ese papel en blanco. Matt desistió y volvió a sentarse en el sofá mientras cogía de nuevo el vaso casi vació de leche y se lo llevaba a los labios

Ella volvió unos segundos después con una sonrisa en la cara. Matt la analizó de arriba a abajo en unos segundos, admiró lo bien que la sentaba la camisa del chico y sonrió interiormente al percatarse de que ella no se había quitado los calcetines en ningún momento. Uno más alto que otro, uno verde y otro naranja. Rápidamente, sacó el papel de su espalda y se lo enseñó.

"Te quiero, idiota." En letras rojas y grandes.

Los cristales desparramados de un vaso roto al caer al suelo, los botones de una camisa desabrochándose con velocidad abrumadora, una persiana que no era azul y una cama con sabanas moradas fueron testigos de la conmoción y la rápida recuperación del chico.

Y es que la verdad era que una casa no era casa si no estaba Elena en ella.