I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

9 de enero de 2011

Tiene alergia a las serpientes.

¿Cómo decirlo?
Lo cierto es que adoraba ser un bicho alado escupefuego.

Lo cierto es que la quería.

Lo cierto es que ni le quitó nada, ni le arrebató tampoco.

A la mierda la ebriedad sexual.

Bienvenida sea su desnudez consentida.

Las maravillas parecen complicadas.

A veces, las sabanas se le pegaban al húmedo cuerpo. El sudor empapaba su rostro y caía por sus cejas o por su orgullo, tratando de mojarlo y, en su defecto, empequeñecerlo. Y la mayor parte de las veces lo lograba. Como tantas otras veces anteriormente, digamos que el orgullo del chico era similar a la masa de un átomo. Y.

El orgullo, y los prejuicios, y el futuro, y el pasado y el presente. Y el gusto, y el de los sentidos también, y su sensatez. Como tantas otras veces anteriormente, digamos que habían desaparecido de su independiente vida. E.

Un grito lo sacó de su ensimismamiento, y le devolvió al sucio y polvoriento local donde se encontraba, sentado en una silla roída por el paso del tiempo y de los distintos traseros que habían pasado por ella. Era martes, y al día siguiente tenía un importante examen. Pero no podía concentrarse, y en vez de quedarse sentado con el poco interesante libro de Biología en la mesa de su salón, había decidido salir a dar una vuelta. A tomar el aire. Y a falta de un camino empedrado por el que caminar, valga la redundancia, había decidido aparecer por uno de esos locales que hacía meses que no frecuentaba. L.

Nada había cambiado. Los mismos cuadros de grupos de música, las mismas sillas, el mismo viejo camarero, la misma música saliendo por los mismos altavoces. Los mismos grupos de jovenes, concentrados en una o dos mesas y hablando a voces. El alcohol ya debía haberles afectados. O.

- Matt, ¿eres tú? -susurró una voz suave, pero conocida. Morena, su nariz bañada en un potingue mezcla de marrón y naranja, casi llegaba a la del chico gracias a los tacones, negros, que la alzaban sobre las viejas tablas de madera.
- Mmh... ¿Samanta? -trató de reconocerla, sin éxito.
- No, esa era mi hermana. Julia -rió la chica mientras con rapidez se sentaba a su lado. Matt carraspeó y pidió otra copa -Hacía siglos que no te veía por aquí. ¿Qué es de ti? ¿Demasiado ocupado con el grupo? ¿Tal vez los estudios? ¿O tu familia?
- En realidad no -respondió secamente. Esa chica no le caía mal, era simpatica, dentro de lo que cabía, y lo cierto es que pasó una noche divertida con ella, pero odiaba que personas totalmente ajenas a él pensasen que le conocían perfectamente. Que podían descubrir cual era su problema sólo con ojear su rostro U.

Las dos amigas con las que la chica había entrado fruncieron el ceño, y se fueron a sentar a la mesa más cercana mientras de cuando en cuando les lanzaban miradas asesinas. S.

- Creo que tus amigas te esperan.
- Bueno, pues que esperen. No me llamaste, y me dijiste que lo harías.
- Perdí tu teléfono -contestó con desgana el chico.
- ¡Pero si lo anotaste en la guía del tuyo!
- Es cierto, entonces perdí el mío -trató de cortar. U.

La chica rió, tomándole a broma. Con resignación, Matt se levantó y pidió la cuenta.

- Espera, ¿ya te vas? ¡Pero si acabamos de vernos!
- Demasiados peros en una sola noche. Me esperan.
- Quédate un rato más, te lo pasarás bien. Sabré como recompensar tu tiempo perdido -posó su delicada mano sobre la pierna del chico, el cual con un estremecimiento se apartó y la dirigió una mirada de advertencia.
- No -dijo solamente. Tiró a la barra las monedas, y se colocó su chaqueta mientras abandonaba el local.
- Pues que sepas que eres un cabrón. Un hijo de puta, jodiste a mi hermana pero bien. Maldito cerdo... -una sarta de insultos le acompañó hasta que con un golpe cerró la desvencijada puerta de ese oscuro local. B.

Un viento frío e insistente le recibió. Más por costumbre que por necesidad, se abrochó hasta el cuello y con las manos en los bolsillos, comenzó a andar. M.

Como Julia había habido muchas. Aventuras pasajeras, como él las llamaba. Noches de ebriedad CENSURADO , en las que se mostraba cálido y seductor. Mañanas de sobriedad resacosa, en las que el frío y la indiferencia se imponía. Nunca una chica se fue después de las doce de la solitaria casa del chico. A.
Pero eran eso, como había explicado anteriormente, nada más que insectos. Que piernas bonitas, o feas, sin rostro, con historias, vida, amigos y familia. Pero nada que a él le interesase. Y ahora se arrepentía. Bueno, más que arrepentimiento, se podría definir como el asco y el odio hacía su persona que poco a poco se había ido instalando en el lugar que ese órgano rojo había dejado. Pero eso era otra historia. R.

Y se preguntó por qué se había instalado eso ahí, ahora que no tenía ni siquiera prejuicios. Era gracioso, para variar, pensar que hasta su manera de ver el mundo había cambiado. Ella la había cambiado. Bueno, en realidad a nadie más que a él le hacía gracia. I.

Caminaba por las calles secas, ¡aleluya!, cuando el sonido de una moto, que casi rozó al ensimismado chico, le hizo saltar a un lado y gritar un improperio. El motorista se giró y con una sonrisa burlona en su rostro, desnudo, continuó acelerando dejando a Matt contemplando la lejanía. N.

Reconocería ese rostro en cualquier parte, aunque sólo lo hubiese atisbado un segundo, en un parque embarrado y en un edificio abandonado. Y esa moto, y ese corte de pelo tan peculiar. Y mientras recordaba antiguas emociones, una especie de golpe le hizo tumbarse en el suelo, en una calle poco transitada. Y el recuerdo de una conversación de apenas unas horas, motivo de su falta de concentración y de la ingestión de copas en garitos viejos, volvió a revolverse en sus entrañas mientras un sólo nombre, esta vez masculino, se repetía una y otra vez. Y seguidamente, otro sustantivo, esta vez abstracto, apareció definiendo su vergonzoso estado. E.

Lo cierto es que nunca fue un chico celoso. O no rematadamente celoso. Los celos no eran más que una falta de seguridad en sí mismo, y tampoco había mantenido ninguna relación seria de la cual preocuparse. Nunca le importó si un tipo rubio se acercaba a la chica que le sonreía desde el billar, o si era moreno, o si era más alto. No le importaba una mierda si ella le respondía con una sonrisa y dejaba de prestar atención a Matt, o si por el contrario con un gesto despectivo le mandaba a tomar vientos. No le importaba. Le daba igual. Siempre lo había hecho.

Y, ¿por qué ahora cada vez que alguien se acercaba a la tipa de las converse y el cigarro en mano, y esta le respondía con una sonrisa, sentía como su puño se cerraba y sus nudillos suplicaban golpear a ese cabrón? ¿Por qué contemplar como apoyaba su rostro en el hombro de otro, le provocaba más arcadas que cien cajones de lombrices pudriéndose y pidiendo ser tocadas por llaves? ¿Por qué desconfiaba hasta de aquellos que le habían mostrado confianza plena cuando más lo necesitaba? ¿Por qué catalogaba como se movían, se acercaban y hablaban con ella, y lo analizaba con concienzudo extremismo? ¿Por qué, por qué y por qué? T.

Y recordó de nuevo esa conversación, y como ella le hizo prometer un nunca más que difícilmente podría cumplir. Y como él tomó la decisión de guardarse para sí mismo todos esos estúpidos e inseguros sentimientos que afloraban cuando no era él quien la hacía reír. Y, para variar de nuevo, se odió. Mucho. Muchísimo. Enorme. E.

Se odió por las aventuras pasajeras. Por el alcohol. Por el tabaco. Por su padre. Por los celos. Por fallarla. Por depender. Por adaptar su futuro a una balanza imprevisible y fácilmente agobiante. Por haber dicho tanto. Por haber dicho tan poco. Por cantar, escribir, hablar y bailar a la vez para desahogarse. Por beber agua casi constantemente. Por no ser más que, aunque fuese negado una y otra vez más, uno más. Uno más, más importante, más inseguro y menos alto, pero uno más al fin y al cabo. Por no poder controlar el mundo. Por las canciones que no hacían sino hundirle. Por las que le animaban a bailar. Porque más de la mitad de la memoria de su iPod, era en su honor. Se odió, se odió mucho. Q.

Y como un jodido niño, lloró. Tal vez fuese el alcohol que había conseguido su malvado proposito de desconcertarle, o tal vez fuese el reencontrarse con un fantasma del pasado que le hizo darse cuenta de el daño que había causado. Tal vez fue haber visto al Jesús de Elena en su moto, o la risa de éste al darse cuenta de quien era. ¿Qué más daba? El caso es que, en el suelo, Matt lloraba gritando un sólo nombre. Ahora femenino. U.

Permaneció en un estado de duermevela durante unas horas, hasta que el alcohol parecía haberse evaporado por sus poros. Se secó las lagrimas como pudo, mientras como un niño miraba a todos los lados de la calle tratando de situarse y tranquilizarse. I

"Maldito niñato celoso" se decía una y otra vez mientras caminaba hacía su casa vacía, rememorando esos acuchilleantes sentimientos y la conversación. Ella no quería cerrarse puertas, no podía aún. Era demasiado joven. Y él lo entendía perfectamente. E.

Abrió la puerta de su portal y subió corriendo las escaleras. Al llegar al salón, se sentó en el sofá, no sin antes abrir la nevera y sacar una cerveza. No le vendría nada bien, pero no pudo evitarlo. La necesitaba. Y mientras ese amargo líquido bajaba por su garganta, decidió hacer algo que mucha gente había intentado anteriormente. Iba a impedir que esa chica le olvidase. Conseguiría estar siempre en esa memoria prodigiosa para unas cosas, nefasta para otras. Y mientras tomaba tantas decisiones, apuradas y tal vez agobiantes, dejó la botella en la mesa y sonrió. Para variar, un sólo nombre recorría su mente. Uno femenino. R.

"En el fondo...", pensó mientras se llevaba la botella a los labios, "...Lennon no andaba tan equivocado"

O.



8 de enero de 2011

Distrito de una ciudad perdida.

Tópicos tópicos y más tópicos. Se escondían con habilidad y disimulada elegancia entre las palabras y las arterias del chico que soñaba con romperlos. Con romper esos típicos tópicos que tantas bocas con dientes, lenguas y hierros habían repetido a lo largo del tiempo. Porque uno de los sueños, dejando aparte los imposibles y agobiantes, era no repetir esos tópicos constantemente.

Pero, ¿a quién le importaba lo que decía o dejaba de decir? "Lo cierto es que en ocasiones me repito más que las lentejas", se dijo a si mismo mientras salía del portal de la chica y comenzaba, contando cada uno de los pasos que daba, como solía hacer normalmente cuando la batería de su iPod le fallaba, a subir la calle que le llevaría a su casa vacía.

Sin embargo, cuando no llevaba más de cien pasos, se detuvo. Con rapidez dio un giro de ciento ochenta grados y contempló una ventana pobremente iluminada de una habitación con colores tal vez vergonzosos, corchos que se caen y móviles que desaparecen bajo las camas. Y recordó. Y sonrió.

Conversaciones tal vez estúpidas, y para un oyente anónimo y al azar, sin sentido, sin significado o incoherentes se repitieron en su cabeza. Y recordó un bote de colonia roto, un ordenador destartalado con miles de secretos, y un diario rojo escondido en un cajón.

Una bolsa de una tienda de un centro comercial de una ciudad del universo, cubriendo un regalo marinero. Cuatro pisos. Unas cuantas escaleras, blanquecinas o amarillentas.

- No te vayas -le había dicho ella, tumbada y apoyada en el pecho desnudo de Matt.
- No puedo irme. No quiero irme. No voy a irme.

Seguramente, ella no se había percatado del significado de esas diez palabras, y había seguido elucubrando, soñando e ideando planes y metáforas en su brillante, y a veces rematadamente atolondrado, cerebro.

Y es que, volviendo a metáforas más antiguas que el pan que se pudría en la despensa del chico, el tren con forma de submarino había dejado atrás los raíles metálicos que antes había seguido con tanto ahínco. No, ahora si que no tenía ningún destino predeterminado. Y volaba. Volaba muy alto, alejándose de la tierra, entremezclándose con las nubes, las fresas y algunos aviones. No podía apearse.

Además, los cómodos sofás, los desayunos improvisados, las lonchas de jamón, que no chopped, jamón, las películas que no vio, las que le quedaban por ver y las que no vería, el calor de los radiadores y las alfombras rojas que adornaban todo el tren, sólo conseguían aumentar su desesperación por quedarse en esa fila de vagones a los que ya se había acostumbrado, y sin los que no podía imaginarse. No quería largarse.

- No hay nadie en tu casa. Quédate a dormir esta noche -le había pedido ella.
- Esta noche no puedo, tu madre está en casa y he de terminar un trabajo.
- Prométeme que mañana te quedarás.
- No puedo prometerte algo que no depende de mí.

Como tantas otras veces, se dio cuenta de que, aún sin ser su número preferido, ni tampoco el de ella, dos era mejor que uno. Y se percató de la abismal altura que ese tren pequeño y con la coleta alta había alcanzado, y de la distancia que le separaba de la estación. Por un momento, añoró ese comienzo del viaje sin destino, las primeras impresiones, la timidez y el calor.

Su móvil vibró y sonó estrepitosamente. Con desgana, lo sacó y se dio la vuelta, volviendo a emprender el camino de vuelta a ese frío lugar donde una cama que cada vez era menos suya le aguardaba. Leyó el mensaje mientras caminaba cabizbajo.

"Te prometo que mañana te quedas."

Y, harto de tener que reprimirse las ganas de verla y cansado de tener que marcharse cuando no quería, dio una patada a un refresco y corrió a su portal. La puerta rota se abrió a su paso, y saltó los escalones de dos en dos, o de tres en tres. Hasta que llegó al cuarto piso, con el corazón latiendo muy rápido. Tragó saliva, se despeinó un poco con la mano su largo pelo, y fue a pulsar el timbre. Su dedo nunca llegó a tocar ese ansiado botón. La puerta se abrió, sorprendiéndole, con una sonrisa.

- Sabía que vendrías.