I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

27 de septiembre de 2010

Figuras sonrientes.

Porque en ocasiones era mejor dejar que la inspiración se marchase a dar una vuelta, y regresase de nuevo cargada de ideas. Porque a veces no estaba mal aislarse, tumbarse en la cama y mirar el techo blanco. Porque el humo de un cigarro cualquiera podía ser más relajante que diez tilas.

Porque el chico no sentía la inspiración, pero si la necesidad de expresarse. Porque las palabras eran sólo palabras. O tal vez esas mismas palabras fuesen mucho más. Y los acordes sólo eran acordes, aún por muy armoniosos que pareciesen al ser tocados seguidamente.

Porque las patatas fritas podían ser realmente caras. Porque jugar al tetris era divertido. Porque "todo" era una palabra de cuatro letras. Porque como decía la canción, nada iba a cambiar su mundo. Porque los posits amarillos y blancos podían ser mejor que miles de cartas con cientos de palabras. Porque la quería.

Porque esa noche los beatles conseguían sumirle en un estado de ebriedad que el alcohol pocas veces conseguía. Porque esa noche tenía calor, como tantas otras. Porque esa noche el reloj de números rojos no funcionaba. Y tal.

Y esa noche no era su noche. Pero necesitaba expresarse. Desesperadamente.

Por lo que el chico de los sms a las tantas de la madrugada se tumbó en el sofá de su solitario salón mientras que encendía un cigarro. Y miró al techo. Y las formas que dibujaba el gotelé le hicieron soñar despierto. Y no pudo evitar una sonrisa. Pero no una media sonrisa, no. Una gran sonrisa.

Porque se había endulzado hasta límites insospechados.

Y lo peor era que ni siquiera le importaba.

23 de septiembre de 2010

Unidad a analizar.

Lengua. Morfología, sintaxis, valor de los se. Adverbios, adjetivos, sustantivos, pronombres, relativos. Determinantes, interjecciones, conjucciones y demás. Y cada una de esas calificaciones tenían sus sub-calificaciones o sub-sistemas. Propio, común, abstracto, artículo, de modo, y un largo etc. Y no acababa ahí. Todas esas subcategorías y categorías, hasta las palabras más estupidamente simples, poseían su clasificación propia. Pero claro, propia propia no era, porque esa clasificacion dependía de la función y el significado que tenía una palabra en la oración con otras palabras. Complemente directo, indirecto, circunstancial, predicativo, regido, y otro largo, o no tan largo, etc.

"Enfático significa éso. Se puede suprimir, y no pierde significado. Simplemente pierde intensidad en éste."

"Yo voy a ser engañado por él. El siguiente"

Sí, la profesora de lenguaje estaba que se salía.

Asi que sí, palabras sueltas sin significado, oraciones con significados completos, por tanto el chico se planteó si acaso era la oración lo importante. Existían oraciones diversas, explicativas, interrogativas, exclamativas, impersonales... Las impersonales, pensó el chico, son crueles. Las demás tienen su sujeto, incluso aunque éste estuviese omitido y por tanto escondido, pero siempre habrá un Juan, o Pepe, o Jaime, o un nosotros, vosotras, ellos, ella. ¿Y las impersonales? Se cierran y hala, sin sujeto, sin corazón, muy dignas ellas, impersonales. O tal vez, se planteó, las impersonales busquen desesperadamente un sujeto que realice su acción.

La clase de lenguaje seguía tediosa, y el chico no pudo evitar dejar de prestar atención y divagar. Lo importante no era la oración. Puede que sea el significado de ésta, lo que quiere decir y expresar, o preguntar, o exclamar. Pero supuso que lo verdaderamente importante eran las palabras, ya que si no fuese así no existirían tantas categorias y subcategorias. Y además, son las palabras las que cuando se juntan o se separan modifican el significado de la oración. "Agh. Asco de metáforas" pensó mientras la profesora le llamaba la atención.

El timbre sonó, como una campana salvadora, y terminó de recoger los cuadernos mientras se preparaba para la siguiente clase. En el pasillo, volvió a recordar sus reflexiones. En conclusión, el significado de una oración residía en las palabras, y en su defecto, en el mundo, y por tanto en la oración de cada palabra. Pero era realmente paradójico que una simple palabra tuviese una oración entera a sus espaldas. Y era un círculo vicioso, un bucle infinito. Y por la mañana las metáforas eran asquerosamente malas.

Y era una gran tontería, el significado, las palabras, el complemento circunstancial de causa, las oraciones, los sustantivos, son relativos.

Porque el significado se lo daba él.

21 de septiembre de 2010

Como pez en el agua.

Cerró los ojos con fuerza e inspiró. El humo que flotaba en el salón entró por su nariz, pero el chico ni se inmutó.

El ambiente estaba cargado, el olor a alcohol y a tabaco inundaba la habitación. Las botellas vacías tiradas por el suelo, el cenicero hasta arriba de colillas, algunas de las cuales descansaban en el suelo o en la mesa. Las cortinas estaban corridas para impedir el paso de la luz, aunque el cielo estaba cubierto por un cúmulo de nubes. La escena le resultaba extrañamente familiar.

Se incorporó rápidamente y se dirigió a su dormitorio, donde se tumbó en la cama, apoyándo la cabeza en sus brazos mientras movía su pie izquierdo al ritmo de una canción imaginaria. El fuerte dolor de cabeza se impuso.

La noche anterior había vuelto a haber una fiesta en su casa, tras tanto tiempo. Una gran fiesta. Sólo había avisado a las personas más cercanas, pero éstas avisaron a su vez a más gente, y a las tantas de la madrugada el salón estaba en su aforo máximo. Mucho alcohol, mucho tabaco, mucho magreo, muchas otras cosas. Muchas. Esa fiesta sería recordada durante bastante tiempo.

Sin embargo, el chico no había disfrutado totalmente la fiesta. Sí, bebió y fumó como el que más. Y rió. Y bailó. Y abrazó a desconocidos. Y sonrió. Aun así, cuando el vozka que circulaba por sus venas le hizo parar y sentarse en una esquina de la casa, la recordó.

Porque sí. Había habido alcohol, y buena música, y tabaco, y magreos por todos los lados, y habitaciones ocupadas, y gente, y chicas. Y los vecinos no habían subido a quejarse. Y las nubes habían dado un descanso y se había podido ver la luna, con forma de uña. Y todo había salido genial. Pero, aúnque le costase mucho admitirlo, el alcohol no sabía igual si no lo compartía con ella. Y la música no era igual si ella no la escuchaba. Ni el tabaco, ni los magreos.

Su ebriedad no hizo más que frustrarle por sus principios perdidos. Por haber perdido sus papeles. Por haberse dejado hacer eso. Por sentirse tan... dependiente. Por aguardar ansiosamente una de sus llamadas. Por tratar de ajustar su horario para poder verla un rato a la salida del instituto. Por gastar su dinero en recargar su móvil para los sms de madrugada. Por no poder llevar el control.

Y fue en esa esquina, sin venir a cuento, donde se dió cuenta de que por muchos conciertos, por muchas canciones, por mucho pelo que le tapase los ojos, por muchas converse, por muchas fiestas en su casa, por muchas aventuras pasajeras, por muchos escritos, dibujos, palabras, acordes, deudas y cartas, siempre habría alguién mejor que él. Que él no era el mejor.

Que no era sino uno más.


El sonido estridente de su móvil y el de la madera cuando éste vibró le trajó de vuelta a la realidad. Con pereza, se levantó, desbloqueó el aparato y leyó el sms.

Sí, era cierto que él no era el mejor. Que sólo era uno más.

Sin embargo, era él quien recibía esos sms de ella. Era él quien la besaba por las mañanas, las tardes y las noches. Era él quien escuchaba de sus labios sus dos palabras favoritas. Era él el que, sacrificando tantas cosas, obtenía a cambio tantas recompensas. Quien buceaba en sus recuerdos. Quien se sentía como pez en el agua. Era él quien pasaba las noches de los viernes con ella. Y las tardes de los jueves, y de los miercoles, y de los martes y lunes. Era él.

Y fue ella quien logró, aun con ese dolor lacerante que le martilleaba una y otra vez la cabeza, que el chico de la física esbozase una ancha sonrisa en medio de la oscuridad.

Como un niño.

19 de septiembre de 2010

En efecto.

- Sólo entonces.
- ¿Sólo entonces? -preguntó Matt mientras se incorporaba para observarla. Ella sonrió al ver su pelo desordenado y las hojas que se habían adherido a su camiseta.
- Sí, sólo entonces.
- Ya. ¿Qué significa eso?
- Es otoño -respondió simplemente, sin contestar a su pregunta.

Con el tiempo se había acostumbrado a esas frases sin sentido. Sin sentido aparente, claro. Porque ella cambiaba de tema muchas veces con una facilidad increible con una sola frase. Y al principio le había llegado a molestar un poco, pero tras hablar y hablar se había familiarizado con ese tipo de respuestas que, intuía, tenían un significado escondido y rebuscado.

- Mi vida no será muy larga.
- ¿Por qué? -preguntó ella.
- Simplemente lo sé.
- No creo que sea así.
- ¿Por qué no?
- Porque encontraremos el élixir de la vida y viviremos eternamente -respondió la chica mientras sonreía. Matt no pudo evitar plantearse que se le pasaba realmente por la cabeza, pero la devolvió la sonrisa.
- Con o sin élixir, no será muy larga.
- Cállate. Será como yo quiera.
- No controlas mi vida -replicó el chico.
- Ya. Claro -sonrió ella.
- Egocéntrica.
- Sólo soy realista.

Ambos rieron. El viento hizo que algunos de los papeles en los que habían escrito y dibujado se alejasen, pero no tenian intención de levantarse.

- No quiero que mueras.
- A los cincuenta padeceré una enfermedad incurable de esas. Y no habrá remedio.
- Encontraremos el élixir de la vida. Es capaz de curarlo todo.
- ¿Absolutamente todo?
- Menos tu estupidez.
- La estupidez es...
- Sí, lo sé. Relativa. Como todo en esta vida -cortó la chica poniendo los ojos en blanco. Matt rió fuertemente.
- ¡Qué sincronización!
- ¿Verdad?

Los papeles habían desaparecido de su vista. La noche caía. El frío empezó a hacer su aparición.

- Es él -dijo ella, sorprendiendo al chico.
- ¿Quién es él?
- Él... es él. ¿No le conoces? Se llama Matt -sonrió.
- ¿Matt? No me suena -dijo el chico sin saber a donde iba a parar.
- ¿Ah, no? Pues ya le conocerás. Es un chico genial.
- ¿Lo es?
- Y tiene seis sonrisas.
- ¿Seis sonrisas?
- Sí, como las cuerdas de su guitarra.
- Ah, ¿toca la guitarra?
- Lo hace. Y muy bien.
- Mmmh... No, no me suena.
- Es una pena.
- ¿Lo es? -preguntó confuso. No entendía nada.

Callaron. El silencio se impuso. Pero no un silencio incomodo. Un silencio significante. Ella le dirigió una mirada intensa que enmudeció al chico. El viento sopló con fuerza, pero escuchó perfectamente las palabras que salieron de sus labios.

- Tú eres él. Matt.

Matt la miró, pero rápidamente observó el cielo gris y nublado.

Ella. Joder, ella. ¿Cómo podía haberle puesto los pelos como escarpias con unas simples palabras? ¿Cómo? ¿Por qué esas palabras significaban mucho más que otras con numerosos significados? Joder. Adoraba a esa chica.

Y sí. El chico de la chupa de cuero. El de las camisetas verdes. El del pelo oscuro que le tapaba los ojos. El de la relatividad del mundo. El de su propio mundo. El que compartía su mundo. El que sabía diferenciar entre un acorde menor y mayor. El que dibujaba bocetos en sus cuadernos a escondidas. El que la dibujaba a ella. El de la guitarra. El cazador de mariposas. El que se equivocaba con frecuencia al hablar. El de la física. El chico de las seis sonrisas. Matt.

Él. No supo que decir. No pudo articular ningún sonido. No pudo mover los labios. Se quedó sin palabras.

Otra vez.

17 de septiembre de 2010

Agua mojada.

Y ése día, la lluvía volvió. Para su alivio. Y ese día era un gran día.

Puede que el calor de su sangre le hiciese odiar el calor, y la lluvia fría consiguiese contrastar su temperatura corporal. Tal vez el cielo gris y encampotado provocaba una extraña sensación de calma. Puede que le encantase saltar sobre los charcos que inundaban la acera. O que la humedad terminase con su mal humor. O que el hecho de entrar en un sitio cerrado y caliente fuese tan reconfortante. O sentir el agua empapando su rostro. O contemplar los cristales mojados y ver como las gotas creaban figuras a su paso. O tal vez fuese el olor a mojado lo que traía ese alivio.

Podían ser todas esas cosas.

O tal vez fuese el hecho de que verla bajo la lluvia le resultaba fascinante. Que su pelo empapado, callendo sobre sus hombros, le encantase. Que su ropa calada no le resultase fría cuando la abrazaba. Que aún con el agua y los charcos, sus converse no dejasen de lucirse. Puede que la lluvia fuese una perfecta excusa para refugiarse en su casa y dejar rienda suelta a su deseo.

Puede que el frío fuese otra perfecta excusa para actuar como estufa humana, y poder estar más cerca de ella. Que el hecho de que ella buscase su calor provocase una sonrisa en su rostro. Que sentir las manos de la chica en su propia piel le provocase escalofríos. Que sus pantalones largos no hiciesen más que enmarcar su figura.

Que el rimel de sus ojos se corriese, dejándola al natural. Que el césped húmedo resultase tan agradable. Que la lluvia sirviese como tantas excusas.

O tal vez, simplemente, la lluvia no hacía más que caer y caer, mojando el mundo. El mundo, sí. Pero no su mundo. Porque su mundo era impermeable a la lluvia. Porque en su mundo el calor era habitual, y la luz impedía el paso de las nubes. Y en su mundo, las cursiladas no existían. Ni la lluvia amarga. Ni otras muchas cosas. Porque su mundo era suyo.

Puede que la lluvia no hiciese nada de esas cosas. Que la lluvia no volviese hacía arriba. Que estuviese de buen humor. Que no fuese si no otro día más. Puede.

O tal vez ese día ella le dijo que le quería.

Y la lluvia no pudo resultar más agradable.

14 de septiembre de 2010

-Permíteme un minuto.

¿Alguna vez habeis visto algo que no esperabais ver pero que es capaz de alegrar una tarde monótona y aburrida? No algo normal y corriente, no. Algo que con sólo verlo sonríes y casí no puedes evitar una carcajada. Y no es porque sea gracioso, no hace falta que lo sea. Simplemente es porque sí. Aún siendo una redundancia.

Sí. Eran ese tipo de cosas no planeadas e imprevistas las que le producían esa sensación de ebriedad. Esa sensación que hacía que el tiempo corriese más rápido, que el fuego no le quemase, que el hielo no le enfriase, que los vasos de agua fuesen mejor que la coca-cola, que los acordes se sucediesen con un susurro en cada una de las canciones que compuso para ella. Que la música le produjese escalofríos, que la recordase al caminar por la calle sin rumbo, que sonriese cuando alguien pronunciaba su nombre, que esperase verla entre el tumulto de personas que caminaban por la calle. Que cantase contínuamente sin importarle quien le escuchaba. Esa sensación que conseguía volverle loco.

Y su ebriedad se entremezclaba con su locura, provocando su inspiración.

¿Y por qué ella? ¿Qué era lo que tenía ella? Nunca sabría responder correctamente a esa pregunta. Tal vez podría decir que su sonrisa no se dibujaba en ningún otro rostro conocido. Que sus ojos observaban de manera diferente a los demás. Que su pelo liberaba un olor único. Tal vez podría decir eso, y muchas más cursiladas. Porque ella le hacía ser cursi. Rematadamente cursi. Tal vez podría contestar con su respuesta favorita.

Pero no sería justo. Porque esas preguntas poseían una respuesta en común. ¿Por qué la quería? Sí, tal vez. Pero, ¿y por qué la quería a ella? ¿Por qué la prefería antes que a la botella de ginebra, o a las demás aventuras pasajeras?

¿Por qué coger su mano era tan gratificante? ¿Por qué no le importaba mostrarse tal y como era, sin tapujos, ante ella? ¿Por qué ojeaba continuamente su móvil esperando una llamada perdida o un sms? ¿Por qué unas simples palabras producían su ebriedad de cafeína? ¿Por qué sus anomalías no parecían tan anómalas cuando ella se reía de éstas? ¿Quién era esa chica que le recompensó con su nueva locura?

¿Quién era ella? ¿Quién?

El chico volvió, para su satisfacción, a encontrar una respuesta a sus preguntas. Una respuesta redundante, pero una respuesta al fín y al cabo.

Ella era ella. La chica de las converse rosas. La de los tira y afloja. La del pelo bonito. La de los abrazos no-compasivos. La de los sms. La de las llamadas si eso. La de las deudas. La de las diabólicas. La de la sonrisa inoxidable. Ella.

Elena.

11 de septiembre de 2010

Universo nocturno.

En algunas ocasiones, cuando su estado de humor no podía ser más nefasto y ni un paseo por su parque favorito, ni un helado de nata, ni un abrazo no-compasivo, ni unos acordes con significados varios, ni el alcohol, ni el frío, incluso ni el cielo oscuro impregnado de estrellas conseguían tranquilizarle, perdía completamente el control de sí mismo.

Y era entonces cuando el chico de verde dejaba atrás su loca cordura, y entraba en un estado de desesperación superlativo.

Era entonces cuando corría y corría sin mirar atrás, tratando de huir de sí mismo y dándose cuenta de que jamás lo conseguiría. Y tras correr, tropezaba con una piedra y, sin aliento, caía al suelo donde contemplaba el cielo. Donde recordaba el por qué de su nefasto humor, y entonces no podía evitar que un grito escapase de su garganta, y aún con el corazón latiendole a mil por hora, se levantaba y volvía a correr, tratando de ocultar su desesperación al mundo.

Y sólo cuando llegaba a la seguridad de unos árboles ocultos entre sombras o de un callejón oscuro o de una calle sin miradas curiosas, era cuando su desesperación le hacía gritar incoherencias, y golpear el aire, y darle patadas a las rocas aún haciéndose daño. Pero estas rocas nunca eran lo suficiente duras, ni el aire lo suficientemente compacto, y las incoherencias nunca eran lo suficientemente incoherentes para que se calmase.

Entonces se tiraba al suelo, donde contemplaba el cielo y trataba de analizar lógicamente la situación, pero nunca lo conseguía. Y se volvía a desesperar, y volvía a patalear, y a gritar, y a golpear.

Sólo cuando las rocas estaban desperdigadas, y el aire cargado, y los gritos comenzaban a sonar repetitivos, se volvía a lanzar al suelo y a contemplar a su alrededor, mientras que su corazón casi a punto de estallar, la sangre ardiendo por sus venas, y su cuerpo entumecido le proporcionaban un estado de ensimismamiento que conseguía calmar algo su desesperación.

Y era entonces cuando su enturbiada y casi ebria mente, comenzaba a despejarse y trataba de pensar con claridad. Y recordaba el motivo por el cual su habitual tranquilo humor se había vuelto nefasto. Y, aún repugnándose a sí mismo por su debilidad, las lagrimas caían por su rostro sin cuidado alguno en ensuciarlo y hacer de éste más miserable, era cuando se desahogaba completamente, ante las rocas desperdigadas, los árboles que le contemplaban en silencio y la oscuridad de la noche.

Y tras las lagrimas, venía el silencio. Y allí, tumbado en la arena, o en el asfalto, o en las baldosas de la calle, comenzaba a planear y planear una manera de cambiar su humor y solucionar la causa de que éste fuese tan malo. Y el sonido de los grillos, y la oscuridad del cielo, y el susurro del viento, y los cracks y sus recuperaciones, y los coches circulando en las carreteras cercanas y lejanas a la vez, componían una melodía contínua que calmaba su desesperación.

Y tras la tormenta, viene la calma. Y al chico la calma le pillaba tirado en el suelo mientras planeaba y las lagrimas se secaban sobre su rostro. Y entonces, en ese estado tan lamentable, no podía evitar una sonrisa y que una carcajada saliese de sus labios.

Porque en algunas ocasiones, la vida cobraba sentido.

¿La vida?

No.

Su vida.

10 de septiembre de 2010

Cielo con sal.

Psicodélico.

Tras buscar palabras y palabras en un mar sin fin y con infinitas posibilidades, había encontrado una que explicase su estado.

Su estado de confusión al levantarse y sentirse perdido en un mundo nuevo. Al soñar y no encontrarse con sus antiguas ambiciones y hallar otras nuevas. Otras nuevas que anteriormente le habían parecido extravagantes y lejanas.

Al mirar al cielo y hacerse las preguntas más simples y sin respuesta. Al caminar por la calle y fijarse en los detalles más escondidos y menos relevantes. Al sentir de manera tan exagerada. Al notar como su "arrector pili" provoca el erizamiento de su piel, y la sensación de éxtasis que ésto le produce. Al darse cuenta de como ha cambiado su manera de ver el mundo. Al comprobar que él es él mismo, pero que el ser él es relativo. Al deleitarse con paradojas sin sentido.

Y aún tras comprobar sus últimos cambios y darse cuenta de que éstos se seguiran produciendo, sin parar, no pudo dejar de soñar con sus nuevos sueños, sin importarle ni un ápice la poca longevidad de éstos. Porque los sueños, sueños son. Y en ese momento sus sueños le acercaban más a la realidad que cualquier otra cosa. Pero no a una realidad cualquiera. A su realidad.

Si, definitívamente psicodélico le iba perfecto.

8 de septiembre de 2010

Escalofríos tempranos.

No conseguía explicarlo... Era algo así como un acorde sin nombre. Como un libro completamente en blanco. Como una pila sin bateria. Como unos cascos rotos. Como un GPS que no ubica, desorienta. O como un color sin significado. O tal vez como un helado sin nata. O como un boli sin tinta.

No. Por más que lo intentase no iba a encontrar una comparación posible, ya que ninguna se acercaba a la realidad. Porque podía imaginar, hipotetizar y especular sobre como se sentiría, y podría pensar que había acertado con alguna comparación, pero algo que no sabía explicar le decía que no iba a ser tan fácil.

Porque podía separarse de su calor en un banco cualquiera. Porque podía sentarse en un paso de cebra y esperarla. Porque podía jugar a los tira y afloja y resultar ganador. Porque podía levantarse y marcharse a casa sin mirar atrás. Porque podía hacer muchas cosas. Pero lo que ella no sabía era lo que le costaba alejarse de ella en el banco, ni tampoco se percataría de las miradas furtivas y rápidas, pero vigilantes que la dirigiría sentado en un paso de cebra, ni de la fuerza que había de hacer en los tira y afloja mientras que la cuerda quemaba sus manos. Porque no sabía lo dificil que era para él no girar la cabeza para comprobar si le seguía, ni la continua lucha que se libraba en este tira y afloja.

Y ni siquiera sabía por qué le preocupaba tanto.

Sí, era gracioso pensar que el chico de las semifusas y de las aventuras pasajeras participase ahora, casi continuamente, en los tira y afloja de la de las converse. Pero, ¿sabeis una cosa? Más gracioso era pensar en la reacción que el chico tendría si en alguno de los casi constantes tira y afloja acabase tensando demasiado la cuerda y ésta se rompiese con un estallido, como la sexta cuerda de una guitarra tras afinarla demasiado.

Porque por más que lo pensase no encontraba comparación lo suficientemente cercana a su hipotética reacción. Porque aún con la cordura de cualquier chico de diecisiete años, la locura es relativa. Y la locura podía ser magnética y atrayente como un imán enorme y rojo. Y siendo francos, el chico de las camisetas verdes no se sentía lo suficientemente loco como para plantearse regresar a la cordura de la vida real.

Porque como había dicho una vez, la vida real era aburrida. Él había preferido crear su propia vida. Y en ésta existían una serie de hechos claros y sólidos.

Que nunca dejaría de soñar despierto, que el cielo nunca estaría lo suficiente nublado como para desear acabar con su existencia, que los helados eran imprescindibles tanto en verano como en invierno, que beber vasos de agua era el principal metodo de desahogo, que nunca había reido lo suficientemente fuerte. Que en su vida estaba permitido emocionarse con sus canciones favoritas. Que en su vida existían ideas ideales, que ideales, idealísimas. Que algún día viajaría por todo el mundo.

¿Se dejaba algo?

Ah, claro.

Que estaba completamente enamorado de la chica de la nariz rojiza.

7 de septiembre de 2010

Eco del aire.

Como tantas otras veces, se planteó de nuevo como hacerla saber. Como hacerla saber lo que él sentía. Porque podía decirselo mil veces, pero además de ser cursi y empalagoso, ella podía no creerle. "Las palabras se las lleva el viento", como ella dijo. Tal vez podría escribirlo, y hacer que el papel llegase a sus manos. Pero ese papel podía perderse, y las palabras son meras palabras, aún no siendo pronunciadas, si no escritas.

Tal vez podría componer y dejar que los acordes, o los arpegios, o las quintas, o las cuartas, o lo que fuese, dejasen claro sus sentimientos. Tal vez podría cantar. Pero claro, la música sólo es música, y aún pudiendo expresar muchos sentimientos, él sabía que no era la manera indicada.

Volvió a preguntarse por qué sentía la necesidad de hacérselo saber. Y con una sonrisa, volvió a recordar la respuesta.

Sí.

Quería que supiese que, aún siendo rematadamente empalagoso, había decidido abrirse. Había decidido dejar su ser al descubierto, incluso sabiendo que eso le traería problemas. Que había decidido olvidarse de esas aventuras pasajeras a las que él había estado tan acostumbrado. No por conveniencia, ni por obligación. No. Porque el la quería.

Que había dejado de preocuparse por el destino del tren, para disfrutar del trayecto. Que hasta su manera de hablar había cambiado. Que recordaba números sin significado aparente, pero que al ser pronunciados por cualquier persona le hacían sonreir. Que sus excusas cada vez eran peores. Que adoraba los helados de nata. Que había conseguido tomar decisiones que anteriormente habría rechazado. Que había logrado elaborar suficientes metáforas como para aprobar literatura durante varios cursos.

Que ahora temía la oscuridad. Nunca antes lo había hecho, ya que él y ella habían sido amigos. Se habían beneficiado. Ella le proporcionaba un lugar aislado desde el que poder observar a su alrededor, frío que calmaba su ardiente temperamento y a cambio él atraía a chicas sin nombre que sólo servían de alimento a la oscuridad. Habían trabajado bien en equipo. Pero su amiga se había desvanecido con la aparición de la luz de las converse. Y ahora temía su regreso.

Se sentía como en una calle cualquiera, por la noche. No tan tarde como para que el sueño le invadiese y le incitase a regresar a casa, pero lo suficiente para que no haya nadie que estropee su percepción. Si, si. Antes había odiado esas calles, le parecían tristes y peligrosas. Y sin embargo adoraba caminar por ellas, contemplando las luces de las farolas que parecían señalar un camino de baldosas amarillas, pero que no hacen otra cosa que iluminar de manera vaga la carretera de asfalto. Y en esa calle, se sentía libre.

Y sintiendo esa libertad que le causaba tanto furor, también sentía su dependencia. Agh. Nunca le había gustado depender, consideraba que eso no era para él, que él era lo suficientemente fuerte como para resistir cualquier ataque de dependencia que apareciese en su vida. Pero notaba la fuerza con la que era arrastrado al abismo. No, no se agarraba a ninguna cuerda salvadora, que es lo típico. Él se lanzó al abismo, aún teniendo centenares de cuerdas que le proporcionaban seguridad. La fuerza de la gravedad, su atracción por la luz que en el fondo podía vislumbrarse y su sonrisa, habían provocado que abandonase el bosque de cuerdas salvadoras.
Y los Newtons de esa fuerza superaba con creces los que se exponían y se pedían en sus queridos problemas de física. Y su dependencia crecía, y su libertad también. Y era la fusión perfecta. Como el azul y el amarillo, que al mezclarse forman el verde. Y él no podía vivir sin el verde.

Porque la física de la realidad y del amor son diferentes.

4 de septiembre de 2010

Rostros sin expresión.

Tras otro confuso torrente de sentimientos, paró a meditar.

¿Cómo podría definirlo? No podía encontrar una palabra adecuada. ¿Tal vez autoconvencimiento? ¿Tal vez resignación? ¿O satisfacción? ¿O felicidad? ¿O angustia? No, no existía ninguna palabra capaz de definirlo.

Trató de analizarlo pues de manera lógica, tal y como había hecho anteriormente. Biológicamente no era más que una atracción que podría traer descendencia y por tanto preservar la raza. Psicológicamente no era más que una mera casualidad, no era más que alguien aparecido en el momento y lugar precisos, de la manera precisa. Químicamente, se podría definir como un conjunto de sustancias químicas liberadas que atraían a ambos receptores a unirse. Físicamente, un cuerpo cede su calor hasta igualar su temperatura con el otro cuerpo.

La filosofía podría definirlo como un anhelo de cualquier ser humano. La literatura como la razón de las razones, el sentido de la vida del protagonista. La poesía como la inspiración. La música como la letra. La historia como un algo capaz de causar guerras y destrozos entre paises. Las matemáticas como una operación algebraica con dos incognitas y sin un número real al otro lado del igual. La informática como un conjunto de ceros y unos sin sentido alguno. La economía como una inversión muy arriesgada.

Trató de encontrar la respuesta a varias preguntas. ¿Por qué ese sentimiento? ¿Por qué el tiempo aceleraba su marcha cuando estaban juntos? ¿Por qué no podía evitar una sonrisa al recordar su voz? ¿Por qué se arriesgaba a mostrar partes de él mismo que nadie había conocido antes? ¿Por qué se permitía el lujo de soñar con sueños imposibles? ¿Por qué los helados parecían más fríos, los batidos más dulces, el césped más verde, y él mejor persona cuando estaban juntos? ¿Por qué?

Sabía la respuesta a todas esas preguntas. Y llegaba a ser repetitivo. Rematadamente repetitivo. Y le angustiaba serlo.

En cualquier caso, aún siendo repetitivo, aún habiendo pronunciado esas palabras más de diez veces, aún sabiendo la respuesta a esas preguntas y aún con la ausencia del peso de su dependencia, estaba encantado de responderse a sí mismo.

Porque esa respuesta era como el primer día frío tras varias semanas de calor angustioso, como el acorde que marca el comienzo de una canción capaz de poner la piel de gallina, como el principio de las vacaciones, como despertarte una mañana y recordar el fantástico día de ayer. Porque esa respuesta era fría y cálida a la vez. Porque le encantaba responder con esas simples palabras a cualquiera que le preguntase.

"Porque la quiero."

Repetitivo, rematadamente repetitivo. ¿Pero que más le daba serlo? Él era un chico de hechos y ahora su mundo había pasado a ser una hipótesis en plena acción. Sus cimientos sólidos y bien asentados se habían convertido en barro tras permanecer en contacto con ese torrente de sentimientos.

¿Y cómo decirlo? A él le daba igual. No le importaba. ¿Por qué? Conocía la respuesta.

Sí, rematadamente repetitivo. Entre otras cosas.

Suspiró y continuó su camino, mientras a su lado pasaban personas sin ninguna expresión. Mientras su mente dibujaba una y otra vez los trazos de un mismo rostro. Mientras que sus labios formaban un sólo nombre.

Mientras que volvía a repetir su respuesta favorita, sin poder evitar mostrar una media sonrisa.

2 de septiembre de 2010

Puntos y comas.

Casi sin darse cuenta, poco a poco, sus vidas se fueron entremezclando, tejiéndose hilos rojos que se juntaban y se enrollaban hasta formar una maraña de nudos. Y eso le encantaba. ¿Para qué negarlo? Sabía que los nudos enmarañados y enrollados son más díficiles de desnudar o romper. Se alegraba de saber que ella hablaba de él con sus amigas. Se alegraba de no ser uno más. Se alegraba de ser importante. Se alegraba de ser reconfortante. Se alegraba de verla día si y día también. Se alegraba de conocerla. Se alegraba de que ella le necesitase, aunque sólo fuese una mínima parte de lo que él a ella. Se alegraba de ser él.

El humo de un cigarro compartido en la plaza mayor, las palabras pronunciadas en el césped de un lugar cualquiera, las conversaciones cortadas bruscamente por un beso, los mensajes de texto a las tantas de la madrugada, los golpes bajos, los momentos de frustración, las malas noticias, las buenas noticias. Las caricias, las rodillas destrozadas en un banco, la incomodez de éstos, la comodez de la cama, la preocupación por perderla, las perdidas del autocontrol, los cracks, los abrazos de compasión, las películas descargadas de internet, los piques tontos, los contínuos tira y afloja, la sincronización, las canciones dedicadas y compuestas, las letras no escritas, los escritos empalagosos y cursis, las clases de física. El hombre de las maletas, los niños diabólicos el pollo al horno, las semífusas, las deudas, el esparto, el cordel, las converse, su territorio, las calles perdidas de la capital, los batidos, los cruces de peatones, las fuentes, las ciencias, las humanidades, las paradas de metro pasadas sin darse cuenta. El principio de algo, el trayecto ya empezado de un viaje sin destino.