I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

16 de octubre de 2011

Ah, yo.

Mentiroso de los cojones.

31 de mayo de 2011

Hasta las sonrisas pueden ser acarameladas.

A su lado, pensaba, un niño de cinco años era un verdadero genio. Aunque claro, los genios son aquellos que realizan genialidades, y era un poco dudoso que un niño que no superaba el metro consiguiese fabricar, innovar o componer una genialidad. En cualquier caso, hasta un paleto con ausencia de conocimientos se alzaba más alto que Matt en ese momento.

Y es que, a la una de la mañana, el sueño de cualquier niño de cinco años es más profundo que el océano más profundo del planeta más diminuto. A la una de la mañana, los peces gordos duermen en sus camas adineradas, los idealistas duermen en sacos de dormir, los borrachos gritan en las tabernas malolientes, y los científicos elaboran mil y un teoremas. Las guerras se libran sin certeza exacta de la hora, y los marineros regresan a sus casas tras un duro día de trabajo. Pero él no.

Hacía calor. No un calor agobiante de ese que hace que la piel se pegue a la ropa (o al revés) ni tampoco un calor insoportable que impide el paseo nocturno de un desvariado. Nada de sudores, y sin embargo el chico echaba en falta un buen ventilador.

Su cuello comenzaba a quejarse debido a la incomoda postura que el chico había mantenido durante casi media hora. Poco a poco, todo su cuerpo se había ido durmiendo y atrofiando hasta casi no llegar a sentir más que uno o dos dedos. Notaba algunas hormigas correr por sus brazos, pero estaba demasiado cansado, y sentía demasiada compasión, como para apartarlas de un manotazo. Con un suspiro acursilado, volvió a silbar para sí mismo, a la vez que un coche impedía la expansión del silbido con un agudo frenazo.

Una pareja que caminaba por la acera de en frente cesó su conversación sólo para dirigir una larga, curiosa y ligeramente asqueada mirada al tipo medio sentado y medio tumbado que contemplaba un edificio de cuatro plantas y que silbaba a una oscura ventana. El chico paró de silbar, y ojeó a ambos ojeadores, los cuales aceleraron asustados el ritmo de su paseo. Con una sonrisa interior, volvió a dirigir la mirada a la ventana de la izquierda de un edificio de cuatro plantas rodeado de otros de once.

No había botellas a su alrededor, ni cigarros apagados o a medio encender. No había alcohol en sus venas. No había jeringuillas. No había nada más desagradable que una ligera capa de suciedad en las polvorientas zapatillas del muchacho. Porque no era más que eso, un muchacho. "Un muchacho muy idiota, todo sea dicho" se dijo a sí mismo cuando se le nubló la vista al no haber parpadeado durante unos minutos. Pero no era un muchacho borracho ni drogado. Era, como ya sabía desde hacía varios meses, un muchacho enamorado.

Un muchacho que había visto como toda su vida se desmoronaba para apuntar después en una dirección con ojos, dientes y miedos. Que había visto como su personalidad se veía afectada por dos palabras, una frase, cinco gestos y, en ese momento, diecisiete años. Una carcajada sincera se le escapó de entre sus labios cuando recordó como el hecho de agarrar con fuerza la sabana de sí mismo significaba ausencia de cariño para unas zapatillas con cordones prestados. La agarraba para no perderse a sí mismo, pero no por egocentrismo o narcisismo, sino porque perderse a sí mismo, equivalía perderla a ella.

Y le frustraba que ella no lo entendiese.

Ya que ella era capaz de entender cientos de gestos, media docena de sonrisas, miles de consejos, opiniones y, fuera de los del chico y los suyos propios, muchos sentimientos. Era gracioso, e irónico como poco, que no entendiese que no quería perderla.

Porque a eso se reducía todo, por mucho que Matt no pasase por su casa en dos días, al haberse encontrado agobiado, indispuesto o simplemente la guitarra le hubiese llamado. Por mucho que las celebraciones y las obligaciones se impusiesen. O por mucho que su orgullo, el cual nunca le había abandonado, aunque ella lo pensase así, se impusiese de vez en cuando. Era jodidamente curioso que ella no se diese cuenta de que si se escapaba, si huía de su vida, sería peor que cientos de bombas nucleares entre sus cejas. Y posiblemente se quedaba corto.

Como tantas otras noches, ella dormía, mientras él silbaba la canción que había compuesto para ella, apartando los malos sueños, y matando monstruos por ella. Apoyado en unos arbustos afilados, y con el cuello medio a medio destrozar, sin apartar la mirada de su habitación. Los monstruos deambulaban libremente por las calles a la una de la mañana.

Y, si podía evitarlo, su sueño no iba a verse interrumpido.


19 de marzo de 2011

Se iluminan mil caminos.

Cuando las pesadillas asolaban sus sueños, movía los pies para despertarse. Sus pesadillas, como las de casi cualquier chico, pecaban de simples. Nada de grandes crisis económicas, ni agujeros negros absorbedores de planetas, ni bombas en ciudades desprotegidas. Unas malas notas, desapariciones, muertes, hijos rojo a punto de romperse, zombies atacando la capital y fantasmas del pasado, presente, futuro, y a veces de furcios. Las pesadillas eran capaces de provocarle sudores que acariciaban el Mediterráneo y ganas de ir al baño, sin necesidad de tomar ninguna bebida energética. En cualquier caso, su frecuencia no solía superar la del carnaval.

Sin embargo, en la mayor parte de las noches de ese mes las pesadillas habían encontrado un lugar cálido, superior a la media, en el que acampar y trabajar. Eran hábiles, astutas y escurridizas, e introduciéndose en esa parte desconocida de su revuelta cabeza, lograban despertarlo empapado y asustado. El sueño, junto al improvisado domicilio del sentido común, se escabullía oculto por las sombras que inundaban la habitación.

Durante dieciséis noches seguidas, el chico se había incorporado, había dado una calada al cigarro apagado del cenicero, y se había asomado a la ventana a observar la ciudad. El sueño volvía, tarde o temprano, con tres kilos más de egocentrismo.

Esa noche el insomnio fue su único compañero. Dos cigarros consumidos, y uno a medio terminar plagaban el cenicero y el ambiente de ceniza y humo, y el dibujo del vaho del chico marcaba el cristal. Dirigió su mirada a un punto, a una calle específica, a tres transbordos y diez paradas de él, en la que en un portal casi imperceptible entre los altos edificios cercanos, a cuatro pisos sobre el suelo, y a dos puertas del rellano, ella dormía ajena al mundo.

Con un suspiro, logró imaginar su expresión con claridad. Tumbada, bocabajo o hacía un lado si hacía frío, se encontraría arropada bajo dos sabanas moradas. Imaginó su boca entreabierta, debido al tapón de su nariz, y su respiración lenta y acompasada. Su ceño, liberado de emocinoes conscientes, descansaría y recuperaría fuerzas para el largo día siguiente, mientras que con un estremecimiento placentero, los dedos de sus pies se estirarían rozando el límite del colchón. Su rostro no mostraría más sentimientos que los que su sueño inventase.

Ella dormía, lejos.Él no lo conseguía. Ella soñaba con el descubridor de la pasta. Él nunca fue de polos. Ella estaba lejos. Él esperaba al caprichoso sueño sentado.

El inoportuno teléfono, como tantas otras veces, rompió el silencio asentado en el dormitorio. ¿Cómo cojones hacían llamar a esos de las compañías telefónicas a las cinco de la madrugada? Enfadado, apretó la tecla verde.

-¡Son las cinco de la mañana, joder!

Se oyó una risa al otro lado de la línea.

-Ya veo. Parece que no soy la única que no podía dormir.


12 de febrero de 2011

Sólo era un pingüino.

El repiqueteo del pie del chico chocando con el parqué casi impoluto de su salón no hacía si no sumir la sala en una suave inconsciencia, acentuada por la dulce melodía que acompañaba a este metrónomo artificial. Esa mañana, las nubes cubrían el cielo a su paso por éste y la ventana cerrada, extraño en él, no dejaba pasar el frío viento que golpeaba los árboles con violencia. No quería que nada le interrumpiese.

No cabalgaba sobre los acordes de una tonalidad mayor, ni menor, ni cualquiera otra preparada con antemano, pero tampoco improvisaba. Las mismas siete notas puras de siempre, con los mismos rasgueos y arpegios. Tal vez hubiese sido que el periódico no había llegado aún, o que el café se había agotado y había tenido que abusar del cola-cao. Tal vez el que el despertador no hubiese sonado a su hora. Tal vez y tal vez.

Definitivamente, no era una mañana más. Como había ya definido algunos días anteriores como que no habían sido otros días más, mediante una certeza casi inhumana. Por primera vez en mucho tiempo, muchísimo, había encontrado una letra. Porque había compuesto innumerables canciones, baladas y huevos fritos, pero nunca había encontrado palabras que la acompañasen.

El hecho de no ser muy dado a expresar como se sentía había influido en gran medida en ello, por lo que la mayor parte de sus canciones no hablaban de él, y las que lo hacían de forma intuitiva y poco clara. Sin embargo, joder, esa mañana estaba realmente inspirado, y las palabras fluían, en una melodía nueva y pura.

Recordó. Recordó y sintió, mientras fluía como nunca antes había hecho. Rememoró sensaciones nunca antes sentidas.

La RAE siempre ha definido los celos como el "recelo que alguien siente de que cualquier afecto o bien que disfrute o pretenda llegue a ser alcanzado por otro". Y él siempre se había mofado de todos esos chicos que se ponían morados cuando veían como Matt abrazaba a alguna de sus amigas. Le resultaba gracioso la facilidad con la que su rostro dejaba de resultar amigable y tal vez tímido, a tornarse malhumorado y huraño. Es más, varías veces había disfrutado en silencio de esta sensación de... ¿impotencia de los chicos, tal vez? Sin pretender nada. Matt nunca pretendía nada. Los celos que inundaban a aquellos chicos habían sido motivo de burla durante años, meses y semanas.

Por eso, tal vez, la bofetada de realidad más dolorosa se la llevó cuando sintió en sus propias carnes un sentimiento que siempre había considerado estúpidamente ridículo. Y el hecho de que no se hubiese producido por un motivo no disculpable no había hecho si no empeorar cómo le afectó. Dos sonrisas, una inoxidable y otra blanquecina, cuatro brazos, dos delicados y otros algo más robustos, cuatro ojos y cinco o seis cigarros se habían entrelazado en un abrazo de la más pura amistad que provocó todo este desequilibrio emocional en un loco de las emociones. Y con una puñalada aún sangrante en el corazón, y dos o tres kilos de más de melodrama había tenido que apartar la vista y bajar la mirada hacía sus rotas zapatillas. Él, joder. Él. Él apartó la mirada al ver esa cariñosa despedida por celos.

En ese momento no había persona, bienvenido de nuevo, melodrama, que llegase a entender al chico que se reía de los colores. Ella no era una excepción. No me malinterpretéis, ella no entendía por qué el chico había bajado la mirada, y sentados en dos asientos de un maloliente vagón, casi no había articulado palabra, pero ni siquiera él mismo lo entendía, lo que no le excusaba de infantil, inmaduro, indecente y estúpido. Sin embargo, y sin poder evitarlo, recordó esa imagen que tantas veces sería recordada en un futuro, y su mente, desviada totalmente de una autopista hacía ya tiempo, postulaba diversas hipótesis absurdas, en las que Ella dejaba de ser Ella y pasaba a ser ella. Una ella que no permitía que Matt subiese a la casa de la chica día sí y día también, que dejaba de despertarlo a las tantas de la mañana para simplemente decirle por sms alguna tontería para ella, y algo digno de insomnio para él, y que no decidía calarse los calcetines simplemente por calzar unas converse rosas y ajadas por el tiempo y el uso.

Y ella había desistido a su interrogatorio, y se había sumido en un estado de ligera melancolía similar al del chico. Y esto no hacía más que acentuar ese estado, con lo que entraban sin saberlo en un bucle infinito o de retroalimentación positiva. Las estaciones se sucedieron, las farolas ya se habían encendido y las palabras habían sonado algo más altas y con más dureza que de lo costumbre.

Creo que una vez dijo un sabio que no se vuelve a la realidad hasta que ésta te mete un bofetón. Y el chico de las mejillas rojas estaba demasiado acostumbrado a que la realidad no le hubiese metido uno de esos en una larga temporada, por lo que tras la primera reacción, decidió no desistir y seguir agarrado a ese pedazo de mundo que el poseía, en vez de aterrizar y comenzar a caminar sobre la faz de la tierra. ¿Qué le iba a hacer si esa faz era aburrida y tremendamente desesperante?

Por eso esa mañana había decidido no asistir a la rutina, y se había aislado totalmente en el ordenado salón. Había movido los sillones a primera hora de la mañana para tener permitida libertad de movimiento y expresión, y una silla blanca, en medio de éste, era su única compañera. Así que allí, solo, susurrando a la guitarra negra palabras carentes de orgullo, y con una inspiración coqueta y traviesa, demostraba a esa zorra que también llaman realidad como aún no había cedido.

Y por ese bofetón, tal vez la canción fluía tan fácilmente. Porque, por primera vez en muchísimo tiempo, pedía disculpas sinceramente.

Y la piel no se le caía a cachos.

4 de febrero de 2011

Uno no se puede fiar ni de una persiana.

Había noches en las que, tumbado en la cama, hasta las mismas lavadoras sentían envidia de él. Las sabanas, por el contrario, parecían cogerle manía poco a poco al quedar enredadas, arrugadas, empapadas y a veces desperdigadas por la cama o, en las peores horas, en el suelo.

Las persianas, dulces ellas, trataban de tranquilizarle con su suave tintineo, mientras que la robusta puerta marrón se movía y chirriaba tratando de llamar la atención de sus amigas, las azules paredes, que contemplaban sorprendidas y algo cohibidas la desesperación del chico. Las noches dejaban de ser horas de descanso para pasar a inyectar angustia a sus horas. La habitación se convertía, seguramente sin desearlo, en su silenciosa confidente, inerte pero cuidadosa.

En esas ocasiones se sentía terriblemente observado y despojado de su intimidad, y su mente, embotada, comenzaba a divagar como si el alcohol hubiese alterado la sangre del chico.

Lo cierto era que siempre había colocado al mismo nivel tanto a médicos de bata blanca como a carteros de motos amarillas. Tanto destinatarios como remitentes estaban condenados a sufrir el abandono de la justicia y la compasión de ambos oficios.

No entendía como las cantantes de Ópera se atrevían a alzar la voz hasta llegar a una nota que seguramente dañase el oído y la moral de una persona no elegida al azar. Ni como los bigotes antiguos podían cambiar tanto el rostro de un hombre. Ni como las serpientes se atrevían a asfixiar a un roedor que caminaba confiadamente por la selva del amor. No entendía el griego, ni el francés, ni el latín, ni lo directo que podía llegar a ser un director de Ópera y amante de las serpientes, o lo indirecto que parecía ese ratón.

Tampoco entendía como los escritores de historias increíbles podían morir de tuberculosis, o de amor. Ni por qué. No entendía por qué canciones desconocidas hasta hace poco ahora podían llegar a resultar tan violentamente desagradables. Ni por qué sus dedos se crispaban al imaginar. Ni como pudo Bruto traicionar a su padre adoptivo.

No entender tantas cosas le daba dolor de cabeza, y le hacía pensar lo estúpido que tenía que ser para no entenderlo todo. Más rabia, y vuelta a empezar. Y es que era poco probable que un cualquiera pudiese comprender una mínima parte de las piezas oxidadas del mecanismo escacharrado que no superó las pruebas de fábrica. No entender, no, eso lo podía hacer mucha gente. Comprender, que es entender y compartir.

-¡Estoy hasta los cojones! ¡Iros todos a la mierda! -blasfemaba Matt revolcándose en la cama -¡Sois todos una panda de gilipollas! ¡Joder!

La persiana se abrió de golpe, y la luz tímida de primera horas de la mañana inundó la habitación. El chico miró con resentimiento a su persiana azul, y decidió despejarse un rato. Correr, desahogarse, esas cosas. Así que sacó su vieja bicicleta roja del cuarto de invitados, comprobó las ruedas y abrió la puerta para largarse. Antes de salir miró atrás.

-Me dejo las llaves, el tabaco y ... -trató de recordar.

Bajó las escaleras corriendo, con la bicicleta cargada sobre su hombro.

¿Qué demonios sería cualquier chico sin una mínima parte de principios?

9 de enero de 2011

Tiene alergia a las serpientes.

¿Cómo decirlo?
Lo cierto es que adoraba ser un bicho alado escupefuego.

Lo cierto es que la quería.

Lo cierto es que ni le quitó nada, ni le arrebató tampoco.

A la mierda la ebriedad sexual.

Bienvenida sea su desnudez consentida.

Las maravillas parecen complicadas.

A veces, las sabanas se le pegaban al húmedo cuerpo. El sudor empapaba su rostro y caía por sus cejas o por su orgullo, tratando de mojarlo y, en su defecto, empequeñecerlo. Y la mayor parte de las veces lo lograba. Como tantas otras veces anteriormente, digamos que el orgullo del chico era similar a la masa de un átomo. Y.

El orgullo, y los prejuicios, y el futuro, y el pasado y el presente. Y el gusto, y el de los sentidos también, y su sensatez. Como tantas otras veces anteriormente, digamos que habían desaparecido de su independiente vida. E.

Un grito lo sacó de su ensimismamiento, y le devolvió al sucio y polvoriento local donde se encontraba, sentado en una silla roída por el paso del tiempo y de los distintos traseros que habían pasado por ella. Era martes, y al día siguiente tenía un importante examen. Pero no podía concentrarse, y en vez de quedarse sentado con el poco interesante libro de Biología en la mesa de su salón, había decidido salir a dar una vuelta. A tomar el aire. Y a falta de un camino empedrado por el que caminar, valga la redundancia, había decidido aparecer por uno de esos locales que hacía meses que no frecuentaba. L.

Nada había cambiado. Los mismos cuadros de grupos de música, las mismas sillas, el mismo viejo camarero, la misma música saliendo por los mismos altavoces. Los mismos grupos de jovenes, concentrados en una o dos mesas y hablando a voces. El alcohol ya debía haberles afectados. O.

- Matt, ¿eres tú? -susurró una voz suave, pero conocida. Morena, su nariz bañada en un potingue mezcla de marrón y naranja, casi llegaba a la del chico gracias a los tacones, negros, que la alzaban sobre las viejas tablas de madera.
- Mmh... ¿Samanta? -trató de reconocerla, sin éxito.
- No, esa era mi hermana. Julia -rió la chica mientras con rapidez se sentaba a su lado. Matt carraspeó y pidió otra copa -Hacía siglos que no te veía por aquí. ¿Qué es de ti? ¿Demasiado ocupado con el grupo? ¿Tal vez los estudios? ¿O tu familia?
- En realidad no -respondió secamente. Esa chica no le caía mal, era simpatica, dentro de lo que cabía, y lo cierto es que pasó una noche divertida con ella, pero odiaba que personas totalmente ajenas a él pensasen que le conocían perfectamente. Que podían descubrir cual era su problema sólo con ojear su rostro U.

Las dos amigas con las que la chica había entrado fruncieron el ceño, y se fueron a sentar a la mesa más cercana mientras de cuando en cuando les lanzaban miradas asesinas. S.

- Creo que tus amigas te esperan.
- Bueno, pues que esperen. No me llamaste, y me dijiste que lo harías.
- Perdí tu teléfono -contestó con desgana el chico.
- ¡Pero si lo anotaste en la guía del tuyo!
- Es cierto, entonces perdí el mío -trató de cortar. U.

La chica rió, tomándole a broma. Con resignación, Matt se levantó y pidió la cuenta.

- Espera, ¿ya te vas? ¡Pero si acabamos de vernos!
- Demasiados peros en una sola noche. Me esperan.
- Quédate un rato más, te lo pasarás bien. Sabré como recompensar tu tiempo perdido -posó su delicada mano sobre la pierna del chico, el cual con un estremecimiento se apartó y la dirigió una mirada de advertencia.
- No -dijo solamente. Tiró a la barra las monedas, y se colocó su chaqueta mientras abandonaba el local.
- Pues que sepas que eres un cabrón. Un hijo de puta, jodiste a mi hermana pero bien. Maldito cerdo... -una sarta de insultos le acompañó hasta que con un golpe cerró la desvencijada puerta de ese oscuro local. B.

Un viento frío e insistente le recibió. Más por costumbre que por necesidad, se abrochó hasta el cuello y con las manos en los bolsillos, comenzó a andar. M.

Como Julia había habido muchas. Aventuras pasajeras, como él las llamaba. Noches de ebriedad CENSURADO , en las que se mostraba cálido y seductor. Mañanas de sobriedad resacosa, en las que el frío y la indiferencia se imponía. Nunca una chica se fue después de las doce de la solitaria casa del chico. A.
Pero eran eso, como había explicado anteriormente, nada más que insectos. Que piernas bonitas, o feas, sin rostro, con historias, vida, amigos y familia. Pero nada que a él le interesase. Y ahora se arrepentía. Bueno, más que arrepentimiento, se podría definir como el asco y el odio hacía su persona que poco a poco se había ido instalando en el lugar que ese órgano rojo había dejado. Pero eso era otra historia. R.

Y se preguntó por qué se había instalado eso ahí, ahora que no tenía ni siquiera prejuicios. Era gracioso, para variar, pensar que hasta su manera de ver el mundo había cambiado. Ella la había cambiado. Bueno, en realidad a nadie más que a él le hacía gracia. I.

Caminaba por las calles secas, ¡aleluya!, cuando el sonido de una moto, que casi rozó al ensimismado chico, le hizo saltar a un lado y gritar un improperio. El motorista se giró y con una sonrisa burlona en su rostro, desnudo, continuó acelerando dejando a Matt contemplando la lejanía. N.

Reconocería ese rostro en cualquier parte, aunque sólo lo hubiese atisbado un segundo, en un parque embarrado y en un edificio abandonado. Y esa moto, y ese corte de pelo tan peculiar. Y mientras recordaba antiguas emociones, una especie de golpe le hizo tumbarse en el suelo, en una calle poco transitada. Y el recuerdo de una conversación de apenas unas horas, motivo de su falta de concentración y de la ingestión de copas en garitos viejos, volvió a revolverse en sus entrañas mientras un sólo nombre, esta vez masculino, se repetía una y otra vez. Y seguidamente, otro sustantivo, esta vez abstracto, apareció definiendo su vergonzoso estado. E.

Lo cierto es que nunca fue un chico celoso. O no rematadamente celoso. Los celos no eran más que una falta de seguridad en sí mismo, y tampoco había mantenido ninguna relación seria de la cual preocuparse. Nunca le importó si un tipo rubio se acercaba a la chica que le sonreía desde el billar, o si era moreno, o si era más alto. No le importaba una mierda si ella le respondía con una sonrisa y dejaba de prestar atención a Matt, o si por el contrario con un gesto despectivo le mandaba a tomar vientos. No le importaba. Le daba igual. Siempre lo había hecho.

Y, ¿por qué ahora cada vez que alguien se acercaba a la tipa de las converse y el cigarro en mano, y esta le respondía con una sonrisa, sentía como su puño se cerraba y sus nudillos suplicaban golpear a ese cabrón? ¿Por qué contemplar como apoyaba su rostro en el hombro de otro, le provocaba más arcadas que cien cajones de lombrices pudriéndose y pidiendo ser tocadas por llaves? ¿Por qué desconfiaba hasta de aquellos que le habían mostrado confianza plena cuando más lo necesitaba? ¿Por qué catalogaba como se movían, se acercaban y hablaban con ella, y lo analizaba con concienzudo extremismo? ¿Por qué, por qué y por qué? T.

Y recordó de nuevo esa conversación, y como ella le hizo prometer un nunca más que difícilmente podría cumplir. Y como él tomó la decisión de guardarse para sí mismo todos esos estúpidos e inseguros sentimientos que afloraban cuando no era él quien la hacía reír. Y, para variar de nuevo, se odió. Mucho. Muchísimo. Enorme. E.

Se odió por las aventuras pasajeras. Por el alcohol. Por el tabaco. Por su padre. Por los celos. Por fallarla. Por depender. Por adaptar su futuro a una balanza imprevisible y fácilmente agobiante. Por haber dicho tanto. Por haber dicho tan poco. Por cantar, escribir, hablar y bailar a la vez para desahogarse. Por beber agua casi constantemente. Por no ser más que, aunque fuese negado una y otra vez más, uno más. Uno más, más importante, más inseguro y menos alto, pero uno más al fin y al cabo. Por no poder controlar el mundo. Por las canciones que no hacían sino hundirle. Por las que le animaban a bailar. Porque más de la mitad de la memoria de su iPod, era en su honor. Se odió, se odió mucho. Q.

Y como un jodido niño, lloró. Tal vez fuese el alcohol que había conseguido su malvado proposito de desconcertarle, o tal vez fuese el reencontrarse con un fantasma del pasado que le hizo darse cuenta de el daño que había causado. Tal vez fue haber visto al Jesús de Elena en su moto, o la risa de éste al darse cuenta de quien era. ¿Qué más daba? El caso es que, en el suelo, Matt lloraba gritando un sólo nombre. Ahora femenino. U.

Permaneció en un estado de duermevela durante unas horas, hasta que el alcohol parecía haberse evaporado por sus poros. Se secó las lagrimas como pudo, mientras como un niño miraba a todos los lados de la calle tratando de situarse y tranquilizarse. I

"Maldito niñato celoso" se decía una y otra vez mientras caminaba hacía su casa vacía, rememorando esos acuchilleantes sentimientos y la conversación. Ella no quería cerrarse puertas, no podía aún. Era demasiado joven. Y él lo entendía perfectamente. E.

Abrió la puerta de su portal y subió corriendo las escaleras. Al llegar al salón, se sentó en el sofá, no sin antes abrir la nevera y sacar una cerveza. No le vendría nada bien, pero no pudo evitarlo. La necesitaba. Y mientras ese amargo líquido bajaba por su garganta, decidió hacer algo que mucha gente había intentado anteriormente. Iba a impedir que esa chica le olvidase. Conseguiría estar siempre en esa memoria prodigiosa para unas cosas, nefasta para otras. Y mientras tomaba tantas decisiones, apuradas y tal vez agobiantes, dejó la botella en la mesa y sonrió. Para variar, un sólo nombre recorría su mente. Uno femenino. R.

"En el fondo...", pensó mientras se llevaba la botella a los labios, "...Lennon no andaba tan equivocado"

O.



8 de enero de 2011

Distrito de una ciudad perdida.

Tópicos tópicos y más tópicos. Se escondían con habilidad y disimulada elegancia entre las palabras y las arterias del chico que soñaba con romperlos. Con romper esos típicos tópicos que tantas bocas con dientes, lenguas y hierros habían repetido a lo largo del tiempo. Porque uno de los sueños, dejando aparte los imposibles y agobiantes, era no repetir esos tópicos constantemente.

Pero, ¿a quién le importaba lo que decía o dejaba de decir? "Lo cierto es que en ocasiones me repito más que las lentejas", se dijo a si mismo mientras salía del portal de la chica y comenzaba, contando cada uno de los pasos que daba, como solía hacer normalmente cuando la batería de su iPod le fallaba, a subir la calle que le llevaría a su casa vacía.

Sin embargo, cuando no llevaba más de cien pasos, se detuvo. Con rapidez dio un giro de ciento ochenta grados y contempló una ventana pobremente iluminada de una habitación con colores tal vez vergonzosos, corchos que se caen y móviles que desaparecen bajo las camas. Y recordó. Y sonrió.

Conversaciones tal vez estúpidas, y para un oyente anónimo y al azar, sin sentido, sin significado o incoherentes se repitieron en su cabeza. Y recordó un bote de colonia roto, un ordenador destartalado con miles de secretos, y un diario rojo escondido en un cajón.

Una bolsa de una tienda de un centro comercial de una ciudad del universo, cubriendo un regalo marinero. Cuatro pisos. Unas cuantas escaleras, blanquecinas o amarillentas.

- No te vayas -le había dicho ella, tumbada y apoyada en el pecho desnudo de Matt.
- No puedo irme. No quiero irme. No voy a irme.

Seguramente, ella no se había percatado del significado de esas diez palabras, y había seguido elucubrando, soñando e ideando planes y metáforas en su brillante, y a veces rematadamente atolondrado, cerebro.

Y es que, volviendo a metáforas más antiguas que el pan que se pudría en la despensa del chico, el tren con forma de submarino había dejado atrás los raíles metálicos que antes había seguido con tanto ahínco. No, ahora si que no tenía ningún destino predeterminado. Y volaba. Volaba muy alto, alejándose de la tierra, entremezclándose con las nubes, las fresas y algunos aviones. No podía apearse.

Además, los cómodos sofás, los desayunos improvisados, las lonchas de jamón, que no chopped, jamón, las películas que no vio, las que le quedaban por ver y las que no vería, el calor de los radiadores y las alfombras rojas que adornaban todo el tren, sólo conseguían aumentar su desesperación por quedarse en esa fila de vagones a los que ya se había acostumbrado, y sin los que no podía imaginarse. No quería largarse.

- No hay nadie en tu casa. Quédate a dormir esta noche -le había pedido ella.
- Esta noche no puedo, tu madre está en casa y he de terminar un trabajo.
- Prométeme que mañana te quedarás.
- No puedo prometerte algo que no depende de mí.

Como tantas otras veces, se dio cuenta de que, aún sin ser su número preferido, ni tampoco el de ella, dos era mejor que uno. Y se percató de la abismal altura que ese tren pequeño y con la coleta alta había alcanzado, y de la distancia que le separaba de la estación. Por un momento, añoró ese comienzo del viaje sin destino, las primeras impresiones, la timidez y el calor.

Su móvil vibró y sonó estrepitosamente. Con desgana, lo sacó y se dio la vuelta, volviendo a emprender el camino de vuelta a ese frío lugar donde una cama que cada vez era menos suya le aguardaba. Leyó el mensaje mientras caminaba cabizbajo.

"Te prometo que mañana te quedas."

Y, harto de tener que reprimirse las ganas de verla y cansado de tener que marcharse cuando no quería, dio una patada a un refresco y corrió a su portal. La puerta rota se abrió a su paso, y saltó los escalones de dos en dos, o de tres en tres. Hasta que llegó al cuarto piso, con el corazón latiendo muy rápido. Tragó saliva, se despeinó un poco con la mano su largo pelo, y fue a pulsar el timbre. Su dedo nunca llegó a tocar ese ansiado botón. La puerta se abrió, sorprendiéndole, con una sonrisa.

- Sabía que vendrías.


30 de diciembre de 2010

Tan sólo es un semáforo más.

Como tantas otras cosas, los lapiceros han de tener algo de rojo. Como la nariz del reno de Santa Claus, las pizzas, los rotuladores y las camisetas blancas manchadas de macarrones. Porque el rojo, aún encontrándose a kilómetros del verde o del naranja, tenía cierta repercusión en la vida del chico.

Era curioso, sin embargo, que Matt, que nunca antes había dado mayor importancia a los colores, sonriese como si le faltasen un más de un par de neuronas al vislumbrar cualquier objeto compuesto por el verde, y el naranja. Casi tanto, como cuando caminando por la fría calle, o tumbado en el césped húmedo, o símplemente rodeado de cientos de personas, para variar, recordaba como ella le había dirigido una sonrisa mientras cerraba la puerta de su casa y él bajaba por esas escaleras amarillentas cuando el sol caía, y blancas cuando se encontraba en su cénit.

Y es que algunas palabras, pretenciosas ellas, oye, con intenciones tal vez hirientes parecían querer romper ese hilo rojo que unía ambos colores, y sin el cual estarían acabados. Porque mil metáforas podrían explicarlo de una manera más eficiente, pero sólo una supuesta marioneta, unida por hilos, cuerdas, o extensiones simplemente, a una mano que jugueteaba con maestría, podría explicarlo perfectamente.

- ¿Explicar el qué? -dijo el anciano que dormía en la mente del chico, y despertaba cuando las constantes preguntas pasaban a ser sumamente desagradables.
- Oh, pues por ejemplo, porque esos hilos son rojos -respondía Matt a ese producto de su infantil imaginación, vestido con traje de tweed, verde, claro.
- Amigo mío, ¿nunca te has planteado tu locura? -le preguntaba mientras tomaba una taza de té caliente -No una locura divertida y juguetona, como la que los medios de comunicación han ido introduciendo en la sociedad. Una locura oscura, absurda y en cierto modo peligrosa.
- Alguna vez lo he hecho, la verdad -la situación comenzaba a ser desconcertante.
- ¿Y bien?
- ¿Y bien qué?
- ¿Por qué es rojo el hilo?
- Porque si fuese verde, el naranja podría quedar eclipsado ante tanto verde, y viceversa. El rojo es intermedio. Equilibra la situación.
- Es una respuesta muy infantil. Casi estúpida. Lo primero que se te ha venido a la mente, diría yo.
- Tu formas parte de mi mente, idiota. No puedo responderte, porque sabes que voy a decir. Esta conversación es la más absurda que he mantenido en la vida. Ni siquiera sé a que viene esto.
- En realidad esta conversación no se está manteniendo. Tampoco te estás volviendo loco. Estas ebrio, muchacho. Rematadamente ebrio. Y lo peor no es eso.
- ¿Qué es pues?
- Ella está llorando -dio un sorbo rápido a esa taza azul, repleta de té humeante.
- ¿Ella?
- ¿Tu ebriedad te impide recordarla? Es la que en la metáfora que tanto te gusta repetir, paupérrima, todo sea dicho, ocupa el naranja. Porque tu, el verde, no eres nada sin ese naranja con converse rosas, o en su defecto, nike blancas.
- ¿Y tú como sabes todo eso? ¿Por qué llora? Joder, ¡Sacame de aquí!
- Vaya, ¿y tú eres el inteligente? Yo formo parte de tu mente, idiota, y oigo una y otra vez su nombre. Elena por aquí, Elena por allá. No se salva ninguna parte, ni el anciano de la filosofía, ni el anciano de los aviones. Ningún anciano. Aunque yo sea todos, y ninguno a la vez. Ni tampoco cuando tu mente se hincha y parece que está a punto de estallar, por estupideces incoherentes.
- ¿Por qué coño llora? -cortó el chico mientras tiraba la mesa en la que ese barbudo anciano que no superaba el metro cincuenta apoyaba sus zapatos marrones e impecables.
- Que desagradable -murmuraba mientras que con un chasqueo de dedos hacía desaparecer el té derramado, la tetera y la indignación del chico -Tanto alcohol tanto alcohol y mira para lo que te sirve. Amigo mío, no estás en el techo, la gravedad no se ha invertido, y ella no llora por ese ficticio hecho que tu embotada mente ha tratado de asentar.
- ¿Y entonces?
- Llora porque eres incapaz de mantenerte en pie. Porque estás gritando en su portal sin preocuparte por si despiertas, a la una de la madrugada, a sus vecinos. Porque suplicas que te meta los dedos en la garganta hasta hacerte vomitar. Porque...
- ¡Yo no estoy haciendo esto! ¡Estoy aquí, contigo! -trató de cortar Matt, pero el anciano seguía su dolorosa lista de porqués. Una terrible desesperación se adueñó de él.
- ... no la llamaste. Porque cree que no te importa. Porque...
- ¡No! ¡Para! -gritaba mientras se sacudía la cabeza. Ella estaba ahí, sentada en unas escaleras ahora amarillentas, con la cabeza entre sus brazos, llorando. Pero Matt no era capaz de serenarse, de tranquilizarla. No podía acercarse a ella sin marearse.
- ... esta descalza en su portal. Porque la está dando una crisis nerviosa. Porque le das miedo. Miedo, ¿entiendes? -la chillona voz del anciano se fue desvaneciendo en un susurro -Está asustada de ti.

Y un todo oscuro, que rozaba la negrura, se abalanzó sobre el chico, como si de una pantera que había estado acechando a su presa se tratase. Matt gritó.

Con un grito, la camiseta mojada y pegada a su piel, y los pies fríos, el de verde se incorporó rápidamente de la cama. Miró a su alrededor, asustado, mientras los continuos y acelerados latidos de su órgano rojo golpeaban con violencia su pecho. Reconoció las zapatillas, el armario y el despertador de números rojos de su habitación, en la casa que su padre había abandonado hacía dos días en uno de sus importantes pero imprevistos viajes al extranjero.

"Joder, sólo ha sido una pesadilla" dijo mientras se levantaba y se dirigía a la cocina a prepararse un café. El sonido de la cafetera le tranquilizaba, y un café no le vendría mal para el día que se acercaba. La persiana dejaba pasar las primeras luces de la mañana, tímidas e inseguras.

Apoyado en el alfeizar de la ventana, trató de tranquilizarse mientras se repetía una y otra vez que no había sido más que una pesadilla. Que no existía ese anciano con traje de tweed verde, que no había bebido la noche anterior, y que ella no había llorado. Cerró los ojos, y trató de impedir que ese torrente empapase sus emociones, confusas y doloridas. Había sido tan real...

La bocina de un coche le sacó de sus sombríos pensamientos, y contempló la calle. El rojo de un semáforo pareció dedicarle un guiño, y como un idiota volvió a recordar la conversación con ese peculiar anciano, sobre colores. Sonrió al darse cuenta de los tres colores de ese semáforo. Como un idiota. Como si le faltasen un par de neuronas, o tal vez más.

El pitido acerado de la cafetera le obligó a correr a por su cálido café, y mientras hundía sus labios, agrietados por el sudor, en esa espumosa sustancia, recordó como ella le había confesado que él era su guardián. Y recordó también como le había besado, y el plano de metro que ella le había regalado, modificado, claro. Recordó sus piernas, medio ocultas por una ventana casi opaca, bajando esas escaleras blanquecinas cuando el sol sonreía, mientras él la esperaba apoyado en una barandilla. Y recordó como con dos simples palabras había conseguido que el chico sonriese, sí, para variar, como un estúpido a la vez que un par de órganos mal puestos enviaban señales a su trastornado cerebro, y se sentía... ¿cómo decirlo? Puta.

Y como un idiota, tras la pesadilla tan real que casi había sufrido en sus propias carnes, Matt deseó no despertarse nunca y poder contestar con un "Puta" cuando le preguntasen que como se sentía.

Y un segundo después, sin poder evitarlo, la deseó a ella.

18 de diciembre de 2010

¿Canciones, grupos y letras? No, tan sólo el bajo.

Poco a poco, o más bien mucho a mucho, las altaneras cursiladas se habían ido abriendo paso en su vida. Sigilosa y casi imperceptiblemente. Y ahora formaban parte de ella, intentando ser expulsadas junto a otro cúmulo de palabras que luchaban por salir de ese rojo con ventrículos. Y volvía a repetirse. De nuevo.

¿Pero qué le iba a hacer si su mente barajaba unas cartas que no eran las suyas? Constantemente, todo sea dicho. Unas cartas impredecibles, con converse rotas, y rosas, y con un pelo bonito. Valga la redundancia. Sus pensamientos dejaban mucho que desear, pasaban de un estado pobre, a uno rematadamente paupérrimo.

No, no era el mejor día para tratar de explicarse. Aunque tampoco sabía la razón para hacerlo, ya que no tenía explicación. Y que Matt, el chico de hechos y física, admitiese que algo no tenía explicación lógica, o que al menos aún no había llegado a encontrarla, podía parecer una insignificancia cursi y repetitiva, como las que el chico soltaba últimamente demasiado a menudo.

Pero que va.

Y es que para que admitiese algo así, el mundo tenía que haber dado un cambio no precisamente insignificante a sus ojos. Bueno, su mundo. Sí, relatividad, mundos y ella. Los tres temas con los que sus amigos tenían que tratar día tras día.

Porque podría decirla muchas cosas que ella intuía o creía saber. Que el tema estándar en los últimos meses era ella, pero no porque se le acabasen otros temas, sino porque no podía evitar que la presencia de la chica se impusiese incluso en la distancia. Aunque no fuesen más que ciento nueve, o doscientos nueve pasos los que le separaban de ella. O que guardaba todos y cada uno de sus notas, posits y zases en una caja de zapatos. Pero no una cualquiera, que va. Una caja negra y amarilla, con la etiqueta del precio. Seguramente esa información no le importase, pero no pasaba nada.

Podría decir que la escribía mil letras, y que tiraba a la basura mil y una. O que había rajado, manipulado y ultrajado su guitarra negra, de cuatro cuerdas claro. Que no le importaba repetir las mismas redundancias, o que cada vez que su dedo se dirigía a su nariz, una extraña ebriedad se apoderaba de él mientras que su mente exclamaba a voz de grito una palabra que empieza por "s", termina por "o", que no es masculina y que tiene seis letras. Aunque cierto era que podría decir que no tenía hambre, pero lograría despedirse de ella sin que esta le hubiese encasquetado un bocadillo, un trozo de jamón o un beso. Preferiblemente lo ultimo. Podría decir que le llamaban Octubre, su mes favorito, tratando de imitar a una canción de un grupo desconocido. No para ella, claro. Pero entonces volvería a repetirse, y sería acusado de falta de originalidad.

Por eso prefería decir que le llamaban pesado desde que sólo hablaba de ella.

Y que hasta la fuerza de los mares se quedaba corta al lado de las insignificancias altaneras y cursis del chico.

7 de diciembre de 2010

Nunca es mucho tiempo, pero mucho lo es más.

Ciertamente ella nunca le tuvo mucho aprecio a las arañas, ya que con sus ocho ojos y ocho patas podían llegar a resultar bastante poco agraciadas. En realidad algo de pánico si podían llegar a causarla. Nunca las tocaba si podía evitarlo, pero no dudaba en defender sus derechos ante cualquier arranque de bestialidad. Porque hasta las arañas tenían derecho a vivir.

Tampoco sentía vértigo. Es más, siempre que podía prefería encontrarse en un avión con un destino desconocido, entre las nubes o en los sitios más inalcanzables. O simplemente entre las más altas azoteas. Cada vez que subía a la azotea, no a una, no, a "la", parecía sorprenderse como la primera vez. Aunque tal vez fuesen imaginaciones del chico, ya que enseguida caminaba y contemplaba la ciudad desde las alturas como si no hubiese pasado nada.

No sólo sabía hacer sándwiches de jamón y queso, las tortillas también se la daban genial. Y aguantar lasañas, carne cruda y huevos fritos mal hechos. Nunca la apasionaron especialmente los videjuegos.

En el fondo no soportaba el frío. Se colaba por entre sus ropas, llevase abrigo, pantalones conseguidos por medios poco recomendables, guantes o gorros. Siempre conseguía que acabase tiritando y deseando volver a un lugar cálido, como por ejemplo entre los brazos del chico. Y para que negarlo, esto causaba en él una enorme satisfacción. Prefería el calor y el verano en invierno, y el frío y el invierno en verano.

Se la daba bien recordar las letras de mil canciones, y sabía cantar una canción cuyo tema girase en torno a una palabra con solo mencionar esa misma, pero sin embargo nunca se la dio bien escuchar el bajo.

Leía casi más que metía zases, de esos que duelen y hacían pararse en medio de una calle repleta de gente con prisa y sin alegría, a mirarla fijamente y sentir al órgano rojo latir con fuerza mientras que ella sonreía con satisfacción. Y conocía mil historias, aunque fuese Matt quien las terminase con alguna variación insignificante.

Adoraba la lluvia, pero no por la mañana, claro. Por la mañana la ponía triste, eso si, ¿por la tarde? Oh, por la tarde la encantaba caminar con el agua empapando su rostro, su pelo y los principios del chico, mientras contemplaba las distintas reacciones de la gente ante tal aguacero. Aunque nunca caía tanta agua como ella reía, porque se reía de todo. Y mientras reía, mostraba la sonrisa inoxidable que el chico tanto adoraba, aunque el motivo de la mofa fuese él mismo. La verdad es que la mayor parte del tiempo, él era ese motivo. Aunque fuese aburrido.

Tampoco se planteaba un problema hasta que lo tenía en frente. Ella era una chica de hipótesis. Prefería soñar y divagar entre elucubraciones a atenerse a los hechos. Sabía arreglar lamparas que llevaban mucho tiempo rotas, y escribir los mejores textos reivindicativos, y llevar converse. Cantaba a todas horas y añadía o quitaba letras a las palabras cuando la venía en gana.

La ausencia de su madre en la infancia había obligado a Matt a contemplar y analizar casi constantemente cualquier insignificante gesto de cada mujer que aparecía ocasionalmente alguna noche con su padre, normalmente ebrio. Todas fueron rechazadas. Y esa costumbre se continuo hasta su adolescencia, expresándose en la selección de cada chica que había subido a su dormitorio. Y los mismos gestos, las mismas falsas sonrisas, las mismas palabras, las mismas caricias y las mismas posibilidades de diferentes rostros habían hecho creer al chico que había comprendido a la humanidad y que nada podría ya sorprenderle. Que la monotonía aparecía demasiado cerca del principio de la diversión.

Cuan equivocado estaba.

4 de diciembre de 2010

Comprar pizza y pagar con música.

Esa vez no había luz que se filtrase entre las rendijas de la persiana azul, porque no había persiana azul, ni luz. No había reloj con números rojos e intermitentes que marcasen una hora temprana por la mañana. Los puestos de venta de helados no estaban abiertos. Lo cierto es que excepto el uno o dos por ciento de la población, la ciudad dormía. Las estrellas llevaban ya varias horas iluminando un rostro tan conocido.

En cierto modo, era una escena similar. Ella había acabado dormida tras conversar ininterrumpídamente sobre varias banalidades, y su cabeza reposaba ahora sobre su pecho desnudo. Su pelo, algo más corto que la primera vez, estaba recogido en una graciosa coleta que le permitía observar perfectamente todo su rostro.

Y mientras lo hacía, más se hundía en un mar sin fondo. Porque joder, ¿cómo no iba a hacerlo cuando ella dormía tranquilamente a su lado? No otra, no. Ella. Y aunque a lo largo del tiempo había encontrado mil y una definiciones para ella, ninguna había terminado de convencerlo del todo.

Sinceramente, ella era mejor que cuatro galletas de chocolate mojadas en leche. Y que rascarse tras insufribles segundos de picor. Y que trescientos ensayos, y patinar en una plaza repleta de transeúntes.

Se la daba realmente bien tirar de una cuerda imaginaria, y compaginarla perfectamente. Nunca había probado unos mejores sándwiches de jamón y queso, y sus historias conseguían introducírsele entre dos neuronas mal colocadas provocándole estremecimientos innecesarios.

Se la daba genial los semáforos, los masajes y los beatles. Matt podría decir que las manchas eran casi su especialidad, pero entonces dejaría aparte su capacidad para sorprender al chico. La imaginación, y la sincronización. Entender las incoherencias gramaticales del chico, o leer sus papeles sucios y húmedos cada vez éste necesitase desahogarse. Y dormirse a su lado.

En una habitación que cada vez pasaba a ser más la suya, Matt terminaba de creerse su americana historia, como cada vez antes de cerrar los ojos, mientras se levantaba procurando no despertar a la chica que dormía profundamente sin percatarse de nada. La cocina recibió al chico semidesnudo y éste agarró un brick de leche y un vaso, rezando con que la madre de ella no anduviese por la casa. Aunque se hubiese acostumbrado a la presencia del chico, no era recomendable tentar a la suerte.

Debía de haberse marchado a trabajar, sin embargo, ya que esa casa que no era la suya estaba completamente sola. Con una confianza que tal vez no debiese sentir, se sentó en el sofá del salón mientras bebía con avidez. Los salones siempre le habían parecido la parte más perfecta de una casa, sin ningún aparente motivo. Tal vez porque normalmente era la sala más grande, o porque los sofás se colocaban allí, y una casa sin un sofá nunca sería una verdadera casa.

Una mano fría le rozó el cuello, y Matt sonrió sin darse la vuelta. Sabía perfectamente de quién era esa mano.

- Hace frío, deberías ponerte algo -susurró con voz somnolienta.
- Cierto -contestó a la vez que con un rápido movimiento arrojaba una manta pillándola desprevenida.
- Idiota.

Se tumbó a su lado, y su pelo le acarició la nariz, haciéndole cosquillas.

- ¿Sabías que más del sesenta por ciento de la población dice sentir frío cuando en realidad no lo hace? -comentó el chico con un bostezo.
- ¿Sabías que mi madre te matará como te vea sin camiseta, empalmado y con manchas de su leche? -respondió ella con malicia.
- Lo intuía -soltó una carcajada -No es mi culpa, no te juntes tanto.
- Enfermo.
- Entre otras cosas.

Rieron. A las cuatro de la mañana, rieron ruidosamente.

- ¿Sabías que odio las frases que empiezan por sabías?
- ¿En serio? -se extrañó él.
- ¿Quién sabe?
- ¿Sabías, sabías?
- ¿Qué?
- Esta conversación no tiene sentido.

Callaron y el salón sumido el la penumbra, el silencio y ese sofá tan cómodo fueron hundiendo al chico en un estado de sopor similar al sueño.

- Matt -el chico abrió los ojos de inmediato al oírla.
- Lo sé, lo sé. Ahora me pongo la camisa.
- No idiota.
- ¿Entonces?

Con un gesto divertido en el rostro, la chica se levantó y cogió de la mesa una hoja. La dio la vuelta para que él no la viese mientras escribía algo con un rotulador rojo. Matt trató de asomarse a ver que hacía, pero ella cogió el papel y se largó a la cocina a terminar de escribir en ese papel en blanco. Matt desistió y volvió a sentarse en el sofá mientras cogía de nuevo el vaso casi vació de leche y se lo llevaba a los labios

Ella volvió unos segundos después con una sonrisa en la cara. Matt la analizó de arriba a abajo en unos segundos, admiró lo bien que la sentaba la camisa del chico y sonrió interiormente al percatarse de que ella no se había quitado los calcetines en ningún momento. Uno más alto que otro, uno verde y otro naranja. Rápidamente, sacó el papel de su espalda y se lo enseñó.

"Te quiero, idiota." En letras rojas y grandes.

Los cristales desparramados de un vaso roto al caer al suelo, los botones de una camisa desabrochándose con velocidad abrumadora, una persiana que no era azul y una cama con sabanas moradas fueron testigos de la conmoción y la rápida recuperación del chico.

Y es que la verdad era que una casa no era casa si no estaba Elena en ella.

25 de noviembre de 2010

Se queda a comer en casa. De nuevo.

Ciertamente podría admitir muchas cosas, aunque no lo hiciese.

Podría admitir que tocaba a todas horas su canción con su guitarra, y que ideaba mil y una letras que se mantenían escondidas en un cajón, y allí seguirían. Podría admitir que deseaba cantarla mil y una canciones, aún con su timidez a cantar delante de una sola persona y más siendo ella. Que las canciones tenían significados ocultos que esperaba que ella captase, pero no podía leer su mente, aunque terminase la mitad de las frases que el chico empezaba, y esos significados se quedaban escondidos entre unas notas cuidadosamente seleccionadas.

Podría admitir que su canción preferida, no la que más ritmo, mejor letra o mayor duración tuviese, no, la única que le hacía sonreír al escucharla, era la de las fresas, antigua y algo psicodelica. Que prestarla su chaqueta se convertía en una necesidad al verla tiritar sutilmente. Que antes de conciliar el sueño, lo úlitmo que pensaba era en la propietaria de una cama con sabanas moradas, y que nada más abrir los ojos al día siguiente, su primer pensamiento era el brillo, imaginario, de unas pupilas incoloras.

Podría decirla que se pasaba las clases ideando nuevas formas de sorprender a esa chica que con una sonrisa le invitaba a marcharse de su casa. Que su comportamiento, el del chico, era infantilmente estúpido, y que ante nuevos sentimientos, shocks, zases o hamburguesas pequeñas pedidas por encargo, sólo podía agachar la cabeza y tratar de ordenar las ideas. Como un niño.

Que parecía un loco mientras esperaba a que las horas y los minutos que le separaban de ella pasasen de una vez. Que el sonido estridente del móvil llegaba a resultar curiosamente agradable, y provocaba una alegría desmedida al leer el contenido. Que sus escritos eran los mejores que nunca antes había leído.

Que se pasaba las veinticuatro, o veintitrés y media, horas del día deseando atrincherarse en su almohada y perderse entre esas sabanas que no eran las suyas. O que verla esperándole en su portal hacía que se olvidase de con quién caminaba, hablaba y explicaba, y sólo pudiese sonreír como un idiota y correr a su lado.

Podría admitir que en su mayor pesadilla ella no estaba, o que un día sin verla era una pérdida de tiempo. Que los huevos fritos, si no eran comidos sobre la cama, no sabían igual. Que dependía totalmente de ella.

Podría admitir muchas cosas que ella ya sabía o, en su defecto, intuía. "Si lo hiciese" pensaba mientras las notas de una canción ya tan conocida inundaban la habitación "seguramente se asustaría y se largaría" paró de tocar y miró a la nada. "Bah, supongo que podría superarlo" pensó con orgullo mientras volvía a acariciar las cuerdas de su guitarra y se mordía el labio. Como a ella le gustaba.

Podría hacerlo, sí, pero antes tenía que admitirse a sí mismo un hecho que llevaba aporreando su puerta bastante tiempo.

Y es que si ella se marchaba, su pasado, presente y futuro se irían a la mierda. Dejar de vivir para empezar a sobrevivir de nuevo le parecía insoportáblemente desagradable.

Y el adjetivo frío, para sorpresa del chico, se abrió paso entre las idioteces de su mente.

24 de noviembre de 2010

Es como sumar dos y dos. O algo parecido.

Un paso tras otro, el chico se perdía en las frías calles de la capital. Los altos edificios se alzaban a ambos lados de la carretera, y las luces parecían iluminar los lugares con menos necesidad de ser iluminados. El vaho se mezclaba con el humo de un cigarro, a la vez que el chico trataba de contar cuantos de éstos habían rozado ya sus labios en las últimas semanas.
La verdad era que no sabía dónde iba. Caminaba para no quedarse quieto, intentando calmar sus emociones. Buscando tranquilizarse. Porque sí. Aún con incoherencias gramaticales.

No obstante, la inmensidad de sus sentimientos no se lo permitiría. Los pensamientos corrían y se pasaban a vertiginosas velocidades, recordando, atrapándolo en un mundo del que difícilmente podría salir. El presente y el pasado parecían haberse unido esa misma tarde. Parecía, porque lo cierto era que ese chico no había hecho más que dejarse llevar por algo más grande que trece mil rascacielos. El melodrama había llamado a su puerta.

Y es que todas las personas tenían un pasado. Todas las personas habían forjado su carácter gracias a las experiencias pasadas, algunas buenas, otras no tan agradables. Y todo eso estaría ahí, siempre, porque había marcado a la persona. Matt siempre había escuchado con interés, cómicas o tristes, daba igual, para tratar de descifrar el carácter del interlocutor. Y le divertía hacerlo, era una especie de pasatiempo.

Nunca había preguntado más de lo debido. Nunca había indagado donde no debía haberlo hecho. Nunca había habido exceso de información.

Esa tarde, sin embargo, había entrado en shock al escuchar unas historias cómicas y recordadas con alegría. Unas especiales, claro.

"¿Dónde estaba yo?" se repetía una y otra vez mientras ella le contaba con todo lujo de detalles sus historias"¿Dónde coño estaba yo? Joder, joder" ¿Dónde iba a estar? Él estaba viviendo sus propias historias. No podía haber pensamiento más estúpido. No podía haber menos inspiración. Y es que esa pregunta se había repetido una y otra vez a lo largo de la tarde. Su humor había decaído al darse cuenta de la estupidez de ese pensamiento. Y tras la primera vez que formuló esa pregunta, un violento torrente de sentimientos arrojó al chico a las profundidades de sí mismo. Hundiéndole y zarandeándole en su propia mierda. O estupidez.

"Eres un jodido egoísta. Un hipócrita. Oh venga ya tío, no puedes ser más idiota" se dijo a sí mismo mientras cruzaba rápidamente la carretera y cambiaba de dirección. "Ten diecisiete años, joder"

Él era un chico de hechos y de números, y los porcentajes eran su especialidad. Al igual que sabía que el 23,7 por ciento de las personas fumaba, o que el 50 por ciento de las personas en Austria tocaba un instrumento, o que el 90 por ciento de los sueños nunca es recordado, sabía perfectamente que el 99 por ciento de su vida era ella. Y que el otro uno por ciento, lo pasaba pensando en ella. Porque había apostado todo, e iba al descubierto.

Y alcanzó a comprender lo mucho que dependía de esa chica. Lo mucho que se repetía. Lo mucho que la quería. Como su vida había subido a un Tio Vivo sin fijarse en lo que dejaba atrás, y ahora daba vueltas y vueltas alrededor de un mismo eje. De un eje naranja. Y que su órgano rojo se había largado lejos de él, con ella. Para no volver.

Ella nunca alcanzaría a comprender la inmensidad de esos pensamientos tan tópicos y repetidos anteriormente por tantos otros labios. El shock jamás causado anteriormente le había dejado sin aliento, pero aún estando con él, a su lado, ella no se había dado cuenta. Cierto es que su expresión no había variado ni un ápice, pero los ácidos líquidos estomacales habían comenzado a burbujear. Y su confusión bailó con sus mayores miedos, y se perdió en un laberinto de emociones, canciones preferidas, aspiradoras rotas y despertadores atrasados.

Y es que, el chico de los hechos se había acostumbrado a las sabanas moradas de una cama que no era la suya. Y ni por mil bajos, tres mil guitarras o doscientas hormigas, las cambiaría.

Porque ella era única chica de las converse.

20 de noviembre de 2010

Intenciones no intencionadas.

Había mañanas en las que el sol parecía querer ser puta. Pero no puta de puta, si no puta de puta. Era difícil de entender y aún más de explicar.

En ocasiones gritar palabras afiladas podían llegar a herir como putas. Como putas dolorosas, claro. A veces los pliegues de la piel que formaban la comúnmente denominada papada arrojaban maldades sobre los ojos brillantes y los sueños a la una de la madrugada.

Pero esos pliegues no tenían ni idea del verdadero significado de puta. Porque puta no era lo que ellos creían. No. No ser puta era sonreír y defender, y dar explicaciones a sabiendas de la ausencia de obligación a darlas, y pedir cariño, e introducir manos en pantalones rotos con consecuencias casi desastrosas. Y querer manchar tantas cosas como fuesen posibles.

Ser puta no era preparar sorpresas para ser entregadas anteriormente ante un arranque de nosequé. Ser puta no era entender a la perfección algo inteligible. Ni tratar de definir el ser como el existir.

Las putadas podían ir de la mano con la hipocresía, aún con su carencia de significado (erróneo). Ser puta era escribir falsedades, o esconderse de la realidad propia, no de la común. Ser puta era no atreverse a ser feliz, y tratar de encontrar la felicidad en tristes realidades poco reales.

Ser puta era lanzarse a parlotear y parlotear, y no preocuparse por los sentimientos. De nadie. Ser puta era volver a ser perdonado y volver a recibir otra oportunidad sin merecerla.

Las ganas, como las putas, estaban ahí siempre. Aunque no se creyese, los pollos últimamente no hacían más que despertarse y dormirse, causando un torrente de confusión. Constantemente, el apetito de los pollos iba en aumento. El pienso o lo que comiesen los pollos, sin embargo, no se acababa. Por el contrario las mentiras no estaban presentes. Éstas estaban reservadas para las putas.

Ser puta era relativo, para variar. Y también redundante. Ser puta podía ser muchas cosas.

Pero no ser puta de manera perfecta sólo podía serlo una. Una cosa que robaba chaquetas de cuero. Una cosa que tocaba la guitarra de vez en cuando, y que grababa canciones no terminadas. Una cosa que besaba, provocando tantas cosas. Muchas. Una cosa que soñaba con ser aviadora. Una que creía que era una puta, provocando, al chico, una ruidosa carcajada al darse cuenta de cuan ingenua podía llegar a ser. Una con las ideas principales bien claras y la cabeza bien alta. Como su coleta.

Una cosa, al fin y al cabo, con mejores intenciones que las putas.