I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

28 de octubre de 2010

Las sorpresas podrían saber a madera. O a lápiz.

Esa noche le apetecía oír un cuento. O escucharlo, que para el caso era lo mismo. Un cuento genial, no uno normal y corriente, capaz de hacerle reír o llorar de una página a otra.

Esa noche le apetecía sentarse en una alfombra azul. Y tumbarse en una enorme cama. Y caminar por las calles oscuras. Y contemplar las gotas que no caían por la ventana.

Esa noche las hojas estaban más naranjas y verdes que nunca, aunque el marrón y el amarillo de vez en cuando hacían su aparición, aún siendo colores secundarios. Esa noche, la inspiración, que rima con corazón, se había dado a dar un paseo con su nuevo compañero rojizo. Aunque la inspiración tras varias noches de locuras y aventuras acabaría volviendo. El corazón no. Ése estaría por ahí, sin pensar en lo que hacía, recibiendo golpes y magulladuras, y ebrio. Rematadamente ebrio.

Esa noche las personas parecían querer ser algo más de lo que en realidad eran. Esa noche los sentimientos se habían desbordado y jugaban a la comba con el ebrio órgano rojo. Los números creían en las letras, las letras despreciaban a los números.

Esa noche las estrellas enviaban sonrisas carentes de personalidad al idiota que corría por la calle. Y los columpios se movían y chirriaban al ritmo que el núcleo rojo cabalgaba por lugares tal vez poco recomendables. Sin embargo, esos lugares se habían vuelto sus preferidos.

Esa noche no era más que una noche más, con más de noventa noches a sus espaldas. Tal vez unas pocas más. Pero esa noche, el reloj poco presentable situado en el pecho, no en el centro, no, algo a la izquierda, le visitó arrancándole de su sueño.

Palabras. No pudo evitar sentirse frustrado cuando le dijo que no venía a quedarse. No volvería a salir de copas con el chico, y abandonaría su hogar entre anómalas paredes musculares. Le echará de menos, asegura sin dudar, pero se ha cansado de esconderse bajo sangre, huesos y cracks. Se larga.

A un lugar donde pueda sentirse libre. Lejos, muy lejos de su prisión. Donde las cursiladas no eran cursiladas. Donde la frustración jugaba a esconderse y a no dejarse ver. Donde el frío era frío de verdad, y el calor no existía. Porque ese órgano, al igual que el chico, podía vivir perfectamente sin calor. Donde un sentimiento no pudiese comprarse.

Donde las sonrisas eran el desayuno de cada mañana. Donde la inspiración regresaba cargada de ideas cada noche. Donde los nervios no provocaban dolor de tripa. Donde los sofás, las camas, los suelos, las escaleras y tantas otras cosas podían mancharse. Donde dejaría de estar preso.

Antes de largarse por la puerta y que el chico volviese a sumirse en un profundo sueño, no pudo evitar preguntarle por su idealizado y, probablemente, inexistente destino. Donde tal vez sufriese más magulladuras. Su antiguo compañero rojizo sonrió como el chico habría hecho, y una carcajada se escapó de entre sus labios mientras desaparecía y el chico cerraba los ojos sin poder evitarlo.

Mientras caía en el sueño, lo comprendió y fue esta vez el chico quién sonrió. Y con una sonrisa en su rostro, despidió a su antiguo compañero.

No iba a cualquier lado. Iba a ese lugar que ella, la chica de los zas y las vendas, la de las converse, llamaba campos de fresa.

23 de octubre de 2010

Las hormigas podían resultar molestas.

El sonido del autobús le daba dolor de cabeza. Un brum constante y la vibración de las ventanas rayadas de cristal trataban de imponerse a los acordes de las canciones de su ya usado iPod. Un bache le hizo volver a la realidad, y Matt contempló a su alrededor sin encontrar a nadie en el viejo y maloliente autobús. No era de extrañar al haber pasado hacía tiempo medianoche.

Decidió que ya se encontraba lo suficiente lejos como para que él no le encontrase, y se apeó en la una parada cualquiera, en una calle mal iluminada. El humo que provocó el autobús al acelerar envolvió la calle sumiéndola en un estado de irrealidad que desconcertó al chico e hizo que lanzase su mochila contra y tirase la guitarra al suelo mientras gritaba. Ropa, cepillo de dientes, la mitad de un paquete de tabaco, objetos personales, algo de dinero y su guitarra eran sus únicos acompañantes en esta escapada.

Sí, había escapado de casa. No de la habitual casa vacía, con silencios ocupados por notas al azar, con todas las puertas y ventanas abiertas, con el olor a tabaco, sin recoger. No de su casa. No, se había escapado de ese lugar con puertas cerradas, con el volumen de la televisión tan alto como para ahogar sus canciones. Había escapado de ese lugar tan poco solitario.

Recogió su mochila y comprobó que la guitarra no había sufrido ningún desperfecto. Después comenzó a andar sin rumbo definido.

Las últimas dos semanas habían sido insoportables. Su padre había vuelto, y la sonrisa de ese hombre de ojos vivaces y barba canosa hizo que el chico se sintiese como un niño. No había podido evitar lanzarse a sus brazos entre risas. Un par de comentarios sobre su altura, pelo y el desorden de la casa, y entonces la había visto.
No había vuelto solo. Alta, rubia, sonrisa forzada, una mujer de mediana edad evaluaba al chico con aire despectivo. Se llamaba Rebeca, aunque ese nombre realmente no le importaba, se habían conocido en una cafetería y estaba divorciada, le explicó su padre. Matt se había tragado todas las palabras que se le vinieron a la cabeza, y la había saludado, decidiendo no interponerse en la vida de su padre.

Pero en esos catorce días, ella no había hecho más que demostrar lo poco que le importaba, y lo mucho que despreciaba, al chico de verde. Cientos de gestos, miradas, comentarios y un largo etcétera provocaban al chico a empezar una discusión con esa mujer de ojos azules.

No soportó la situación, no soportó ver como su padre la daba la razón aún a sabiendas de que se equivocaba. No pudo soportar las colonias baratas, ni los tacones tirados por el pasillo, ni las noches pasionales entre ambos adultos. Ni la cantidad alarmante de cervezas en la nevera y en la basura. No pudo soportar el cambio de aquel hombre. Y tras horas de gritos, tres o cuatro cervezas de más, un par de bofetadas y una decisión, allí estaba.

No tenía donde ir. No sabía donde cobijarse. La desesperación hizo que se sentase en un banco y encendiese un cigarro. Exhaló mientras el humo ascendía hacía las nubes, marcó un número conocido en su teléfono móvil y esperó a que contestase.

- ¿Diga?- contestó una voz somnolienta.

Entonces no supo que decirle. Como explicarle y pedirle tantas cosas. Y las palabras se trabaron, y no pudo contestar.
- ¿Matt? Es la una de la madrugada, ¿qué quieres? -Javi pareció impacientarse- ¡Matt!

Y el chico colgó, sin contestar a la pregunta de su amigo. Más tarde le enviaría algún sms explicándole que había sucedido.

Se colocó la mochila a su espalda, cogió la guitarra con una mano y con la otra se llevó el cigarro a sus labios antes de aplastarlo contra la madera del banco, y corrió al único lugar donde encontraría verdadero cobijo, al único sitio donde sería realmente comprendido.

Contó mentalmente las calles que le separaban de la casa de la de las converse. Trece.

Olvidó a su padre, y a la desagradable mujer, y a las telenovelas, y a las sabanas sin limpiar. Olvidó quién era. En su mente sólo se dibujó, para variar, una sola persona.

Y sonrió.

17 de octubre de 2010

No sólo las nubes se mueven en invierno.

El frío viento se colaba por entre las ramas, removiendo su cabello. El humo del cigarro huía de sus labios y se perdía con esa corriente.

Contempló el odiado cigarro. ¿Acaso no le había repugnado anteriormente?

Suponía que no. Que eran solo palabras, ¿no?

Y sus pensamientos, para variar, volvieron a tomar la misma dirección.

Porque siempre estaría el otro ahí. Porque él había sido el primero. Es cierto, Matt fue el primero en otras cosas, en el placer, en las deudas, en las manchas, en los compaginios. Pero eso era sólo eso. Sexo. Un mero placer, ahí se acababa. Sólo el sexo.

Porque sí. Porque joder, ella nunca ha sido, ni iba a ser, sólo una más. Porque era ella, y porque era la chica de la que él estaba enamorado.

Y porque, sin exagerar, si se llegaba a ir el chico se moriría. No físicamente, claro, el cuerpo seguiría ahí, con los ojos, el pelo, los cracks, los pies, los dientes. Y de vez en cuando tal vez sus músculos faciales podrían contraerse ante algo cómico o gracioso. Y los dientes relucirían. Tal vez el sonido de una carcajada escapase de entre sus labios. Y tal vez esa risa podría hacer
pensar a la gente que en ese momento me rodee que seguía vivo. Y biológicamente, seguiría vivo. Sus células seguirían reproduciéndose, sus mitocondrias continuarían con su interminable proceso de respiración, y su sangre seguiría fluyendo por su cuerpo.

Pero no. Era una pena admitirlo, pero también era un hecho. Las conexiones neuronales, ya bastantes deterioradas por alguna injusta anomalía, no funcionarían igual. Porque los iones de potasio y de sodio seguirían saltando la sinapsis sin problema. Pero el él que no tenía que ver con la biología no saltaría a la comba de la vida con la misma alegría que esos simples iones.

Porque había dejado de seguir el guión desde que las converse de la chica habían pisado el suelo de su casa.

¿Qué se repetía? Le daba igual. Y todo le daba igual, joder.

No creía que nadie fuese capaz de comprender. Ni siquiera él. Tampoco es que le importase mucho, la verdad. En este instante, sólo le importaba una sonrisa de vez en cuando sangrante, con hierros entre los dientes.

Porque se había enamorado. Como en Disney. Y no, no había cabalgado a caballo para salvarla. Ni había luchado contra demonios por su vida, ni ella había recibido un beso que la despertase de su letargo. No. No era una historia con guión.

No lo había hecho. Pero había arriesgado a muchas personas por ella, y había buscado lugares para ella, y había abierto su brick de leche para ella. Y había escrito en maderas húmedas. Y había deteriorado algunas relaciones por ella. Y la había cantado. Había perdido
orgullo, prejuicios, responsabilidades, modales, confianzas y cascos. Pero, ¿qué más le daba?

Los había perdido, sí. Y lo había hecho por ella. Por la chica que hizo de lo azucarado un manjar, la que se rió de las anomalías injustas, la que jugaba con las palabras y sin saberlo con algunos sentimientos, la que tocaba guitarras desafinadas, sin la que el frío se transformaba en un problema. La que tiraba de cuerdas con fuerza, la que fumaba de vez en cuando, la que mantuvo
relaciones con el alcohol, la que consiguió que saliese de una fiesta para ir corriendo a buscarla. La de las converse, la de naranja, la que compartía su mundo. Ella. Porque le daba igual haber perdido todo eso.

Porque si la perdía a ella, el mundo se iba a la mierda.

Perdón, se equivocaba.

Su mundo.

13 de octubre de 2010

El verano ya pasó. Hace tiempo.

Ese miércoles era una mierda. Ese miércoles de una semana cualquiera, en un mes al azar. Casualidades, sí. ¿Lo era?

No, claro que no. Porque no era un día cualquiera, ni una semana cualquiera, ni un mes al azar. Era su día, de su semana, de su mes. Porque ese mes era la transición entre el calor y el frío, y las hojas caían, y la lluvia empapaba las calles, y el viento se colaba por las ventanas. Y los centros comerciales estrenaban las nuevas ropas del invierno. Y la calefacción comenzaba a calentar las casas por las noches. Y comenzaban los exámenes.

Porque esa semana era la del medio. La que marcaba la mitad, la semana más corta del mes. La semana en la que había dormido con ella. En la que los ensayos se sucedían con regularidad casi periódica. Porque ese miércoles no era un día cualquiera. Porque era trece, y el trece es el número de la mala suerte. ¿Sabíais que en algunos aviones, tras la fila doce continúa la catorce? No existe fila trece. Supersticiones, pensaba el chico.

Miércoles trece, de la semana del medio, del mes de transición. Otro día más. Madrugar seguía siendo agotador, el ritmo de las clases seguía resultándole vertiginoso Las chicas seguían siendo atractivas. El Internet volvía a no funcionar. Volvían las llamadas de teléfono. Y cientos de empresarios se adineraron gracias a los sufrimientos de personas más humildes. Y niños sin padres lloraron al verse abandonados. Como tantos otros días.

Sí, para cualquier persona ajena al chico de las pintadas en la madera, ése podía ser un día cualquiera. Uno de relleno. Uno más.

Pero no, no lo era.Porque ese miércoles trece, de la tercera semana del mes de las hojas caídas, era su favorito. No el del chico, no. Él no sentía predilección por ninguna fecha, y era muy posible que ella tampoco. Pero no era un día más. Porque aún con toda la continuidad, ella era una línea discontinúa. Porque trazaba vueltas imposibles, y se movía de un lado a otro, sin quedarse quieta en el plano.

¿Era una mierda de miércoles?

No. Porque ese miércoles trece, Matt se dio cuenta de que su solitaria, orgullosa y afortunada línea, se había entrelazado con otra línea hasta casi no distinguir entre los dos colores. De manera inexorable. Enorme.

Una línea naranja. Una línea que sonreía y fumaba a la vez. Una línea que superaba con creces a otras líneas. Pero no por comparar, no. Porque era un hecho. Porque esa línea consiguió enamorar al chico de verde.

Era miércoles trece.


12 de octubre de 2010

Helado de nata.

Esta vez, la luz de la mañana no fue la causante de que el chico se despertase más pronto de lo habitual, aunque la ventana estaba abierta de par en par. Ni los ruidos de las primeras horas de la mañana. Ni la música alta del vecino. Ni la llamada perdida.

No. Esta vez no había podido evitar despertarse antes de que el sol saliese de donde fuese que se escondía. El viento seguía siendo frío, las luces oscuras y las calles solitarias.

Antes de dirigirse a la cocina, encendió un cigarro y no pudo evitar mirar a la cama. Sonrió.

Por esa cama habían pasado muchas personas. Aventuras pasajeras, sin nombre, sin rostro. Sin palabras con significado. Sin nada. Y nada engloba muchas cosas, pero el chico no se quedaba corto. Ni mucho menos.

Volvió a la habitación, esta vez con una bandeja repleta de comida.

Y aún así, después de todo, había caído. Y podía sonar asquerósamente típico y tópico. Y topo. Pero, ¿qué mas le daba? Aún siendo esa la pregunta que tantas veces había repetido, la seguía usando con tanta frecuencia como al principio. ¿Al principio de qué? Bah, ¿qué mas daba?

Lo importante. Lo realmente importante era que ella estaba allí, tumbada en su cama, completamente dormida. Como al principio. Y que su pelo marrón, algo más corto que antes, estaba esparcido sobre la cama. Y su nariz inhalaba aire, para más tarde expulsarlo. Había dormido con ella. Ella había dormido con él. Y podría decir que como al principio.

Pero no. Porque al principio, el chico no sabía quién era la chica de las converse. No sabía su número favorito. Ni cuantas cucharadas de cola-cao y de azúcar hacían de un simple vaso de leche una perfecta cena. Ni sabía lo bien que esa chica compaginaba. No sabía que iba a ser aviadora. Ni que no le gustaban las hamburguesas crudas. Ni el sexo de su perro. Ni siquiera sabía su color preferido.

Sí, había caído imperiosamente en un agujero iluminado. Y no le importaban una mierda ni las líneas, ni las hormigas, ni los círculos, completos o viciosos, ni las anomalías.

Porque ahora le importaba ella. La chica que consiguió que hasta llorar fuese sexy.

4 de octubre de 2010

Láser sin sentido.

Todo. Palabra formada por sólo cuatro letras, dos vocales y dos consonantes, y sin embargo capaz de englobar cantidades enormes de significados. Era paradójico, sin más. Como acabar de empezar, como las agendas grandes y amarillas o como las ofertas del dos por uno del telepizza. Y Todo estaba satisfecho, claro que lo estaba. Lo tenía todo. Lo era todo. Lo conseguía todo.

Allí, contemplando el cielo oscuro y nublado, quisó olvidarse de todo, incluso a sabiendas las dimensiones de esa palabra corta y aparentemente feliz. Y esta vez no había un por qué definido. Tal vez porque el suelo había seguido seco aún con la capa de nubes cubriendo el cielo. Tal vez porque el frío no hubiese hecho acto de presencia. Tal vez porque dos cuerdas de su guitarra se habían roto cuando trataba de desahogarse aporreando el instrumento.

No tenía motivos. No tenía razones. Ni principios. Ni orgullo. No. No tenía nada. Y nada era otra palabra de cuatro palabras, con dos vocales y consonantes, muy parecida a todo. Pero con significados completamente opuestos. Una línea muy fina, casi invisible, diferenciaba esas dos palabras. Porque se podía pasar de tenerlo todo, a no tener nada. O de no tener nada, a tenerlo todo. O de ser un triunfador a un idiota. Y viceversa.

Porque la realidad era relativa. Porque no podía captar completamente esa realidad. Porque no entendía nada. No todo, no. Nada. Porque no se entendía ni a sí mismo. Porque ni siquiera el alcohol conseguía evadirle. Ni otras drogas. Porque no. Y menos mal que no habías por qués.

Pero supuso que lo importante no era eso. Que no había nada importante excepto el núcleo. También supuso que aunque el alcohol no hubiese conseguido evadirle, desde luego si había conseguido sumirle en un estado de confusión tal que no era capaz de diferenciar entre arriba y abajo. Pero, ¿sabeis qué era lo peor? Ni una gota de ese maldito líquido había tocado sus labios. Su ebriedad no era alcohólica. Era azucarada y amarga. Era azúcar en sangre. Era una ebriedad relativa.

Y de nuevo volvió a no entender nada.

Pero no, esa ebriedad relativa no había cumplido su proposito. Ni por asomo. Porque ella seguía allí. No físicamente, claro, pero sí mentalmente, para variar. Y la recordó en su peor estado. Y su recuerdo le trajó sensaciones que hicieron que sus tripas se encogiesen, que su organismo segregase adrenalina, que su vello se erizase. Y el alcohol pasó a ser menos agradable, y los arbustos más traicioneros, y los campos de fútbol más largos, y las rocas más dolorosas, y los perros menos cariñosos, y el suelo más incomodo, y las lagrimas más amargas. Y ahogó un grito mientras se revolcaba por el suelo.

Sin embargo, inmediatamente ese recuerdo cedió paso a otro. Y esta vez su corazón se aceleró, y su cerebro envió ordenes a sus músculos faciales para que dibujasen una sonrisa en su rostro. Y los niños pasaron a ser más agradables, y las cursiladas menos cursis, y el calor más frío, y las caricias más placenteras, y las estrellas más brillantes, y los coches y motos más rápidos, y el humo menos molesto, y el agua más agradable. Y el tiempo menos tiempo.

Y su ebriedad se acentuó mientras en sus oídos se reproducían una y otra vez las mismas dos palabras que ella pronunció una vez, y él se repetía casí constantemente. Todo se volvió nada. Nada se volvió todo.

La quería. Inexoráblemente.

2 de octubre de 2010

Burbuja de caravanas.

Así, sin previo aviso, se situó allí, en ese punto intermedio. Ese punto intermedio entre la locura y la cordura, entre el uno y el veintinueve, entre la vigilia y los sueños. Le resultó cómico, pues había asumido hace tiempo sus sentimientos, vivía como podía con ellos, y sin embargo seguían consiguiendo que se sorprendiese.

Pero hasta esa tarde no se dio cuenta. Hasta esa tarde en la que había decidido no asistir al ensayo que había estado planeando semanas. Hasta esa tarde que la había acompañado por la Gran Vía, mientras cientos de personas sin apariencia ni nombre caminaban a su lado, dificultándoles el trayecto.

Y aún con todo ese túmulto de rostros desconocidos, el chico no se había sentido incomodo en ningún momento. Porque fue en una acera cualquiera, en un momento sin importancia alguna, cuando se dio cuenta.

Y ni el café amargo, ni los continuos cracks y zas y demás onomatopeyas, ni el calor, ni los granos, ni el dolor causado por su explosión, ni la luz del sol dañando sus ojos, ni los gatos negros que se relamían la lengua, ni las montañas de basura, ni las canciones pegadizas y con ritmo de Disney, ni siquiera las películas de miedo con sangre y visceras, consiguieron acabar con la sonrisa que se había ido dibujando en su rostro a lo largo de la tarde.

En la concurrida acera, con ese conjunto de simbiontes andantes, las luces brillando en la oscuridad e iluminando la calle, ella se había girado para mirarle a él. Y entonces, como un paragüas que cae al suelo mojado en medio de la lluvia, como un golpe en una mejilla rojiza o como una metáfora sin significado alguno, se sorprendió a sí mismo riendo a carcajadas.

Y los pajaros seguirían cantando de la misma manera, las luces no brillarían con más intensidad, las canciones seguirían significando lo mismo, los bancos seguirían siendo incómodos, las manos de la chica seguirían resultándole frías, su temperatura corporal no disminuiría, los rotuladores seguirían manchando las manos, el frío seguiría siendo igual de agradable. Y ni Liverpool, ni Edimburgo, ni Sri Lanka, ni Nueva York, ni cualquier otro lugar se movería de su sitio, y él seguiría rechazando su dinero, y seguiría siendo estúpidamente estúpido, idiótamente idiota, y las bromas seguirían siendo las mismas.

Pero, y sólo pero, podía ser que ella descubriese aquello de lo que se había dado cuenta. Y tal vez ella sonriese y se lanzase a sus brazos, o por el contrario, le resultase indiferente y continuase bebiendo su batido de chocolate.

Y ella no era una chica que fuese a olvidar tan fácilmente. Porque esa espina se había clavado hasta el fondo. Porque sonreía como un idiota al oír su nombre, porque componía canciones y canciones, y escribía letras y letras tan malas como su inspiración. Porque por sus venas corría sangre azucarada.

Porque su necesidad de ella aumentaba a cada paso que daba, porque su pelo era marrón. Porque aún estando a ciento nueve pasos de ella, la echaba de menos. Desesperada, exagerada, cursi e incansablemente. Y muchos otros adverbios terminados en -mente.

Porque no fue, ni era, ni sería, una chica más. Porque ella era la chica de las converse.