I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

31 de mayo de 2011

Hasta las sonrisas pueden ser acarameladas.

A su lado, pensaba, un niño de cinco años era un verdadero genio. Aunque claro, los genios son aquellos que realizan genialidades, y era un poco dudoso que un niño que no superaba el metro consiguiese fabricar, innovar o componer una genialidad. En cualquier caso, hasta un paleto con ausencia de conocimientos se alzaba más alto que Matt en ese momento.

Y es que, a la una de la mañana, el sueño de cualquier niño de cinco años es más profundo que el océano más profundo del planeta más diminuto. A la una de la mañana, los peces gordos duermen en sus camas adineradas, los idealistas duermen en sacos de dormir, los borrachos gritan en las tabernas malolientes, y los científicos elaboran mil y un teoremas. Las guerras se libran sin certeza exacta de la hora, y los marineros regresan a sus casas tras un duro día de trabajo. Pero él no.

Hacía calor. No un calor agobiante de ese que hace que la piel se pegue a la ropa (o al revés) ni tampoco un calor insoportable que impide el paseo nocturno de un desvariado. Nada de sudores, y sin embargo el chico echaba en falta un buen ventilador.

Su cuello comenzaba a quejarse debido a la incomoda postura que el chico había mantenido durante casi media hora. Poco a poco, todo su cuerpo se había ido durmiendo y atrofiando hasta casi no llegar a sentir más que uno o dos dedos. Notaba algunas hormigas correr por sus brazos, pero estaba demasiado cansado, y sentía demasiada compasión, como para apartarlas de un manotazo. Con un suspiro acursilado, volvió a silbar para sí mismo, a la vez que un coche impedía la expansión del silbido con un agudo frenazo.

Una pareja que caminaba por la acera de en frente cesó su conversación sólo para dirigir una larga, curiosa y ligeramente asqueada mirada al tipo medio sentado y medio tumbado que contemplaba un edificio de cuatro plantas y que silbaba a una oscura ventana. El chico paró de silbar, y ojeó a ambos ojeadores, los cuales aceleraron asustados el ritmo de su paseo. Con una sonrisa interior, volvió a dirigir la mirada a la ventana de la izquierda de un edificio de cuatro plantas rodeado de otros de once.

No había botellas a su alrededor, ni cigarros apagados o a medio encender. No había alcohol en sus venas. No había jeringuillas. No había nada más desagradable que una ligera capa de suciedad en las polvorientas zapatillas del muchacho. Porque no era más que eso, un muchacho. "Un muchacho muy idiota, todo sea dicho" se dijo a sí mismo cuando se le nubló la vista al no haber parpadeado durante unos minutos. Pero no era un muchacho borracho ni drogado. Era, como ya sabía desde hacía varios meses, un muchacho enamorado.

Un muchacho que había visto como toda su vida se desmoronaba para apuntar después en una dirección con ojos, dientes y miedos. Que había visto como su personalidad se veía afectada por dos palabras, una frase, cinco gestos y, en ese momento, diecisiete años. Una carcajada sincera se le escapó de entre sus labios cuando recordó como el hecho de agarrar con fuerza la sabana de sí mismo significaba ausencia de cariño para unas zapatillas con cordones prestados. La agarraba para no perderse a sí mismo, pero no por egocentrismo o narcisismo, sino porque perderse a sí mismo, equivalía perderla a ella.

Y le frustraba que ella no lo entendiese.

Ya que ella era capaz de entender cientos de gestos, media docena de sonrisas, miles de consejos, opiniones y, fuera de los del chico y los suyos propios, muchos sentimientos. Era gracioso, e irónico como poco, que no entendiese que no quería perderla.

Porque a eso se reducía todo, por mucho que Matt no pasase por su casa en dos días, al haberse encontrado agobiado, indispuesto o simplemente la guitarra le hubiese llamado. Por mucho que las celebraciones y las obligaciones se impusiesen. O por mucho que su orgullo, el cual nunca le había abandonado, aunque ella lo pensase así, se impusiese de vez en cuando. Era jodidamente curioso que ella no se diese cuenta de que si se escapaba, si huía de su vida, sería peor que cientos de bombas nucleares entre sus cejas. Y posiblemente se quedaba corto.

Como tantas otras noches, ella dormía, mientras él silbaba la canción que había compuesto para ella, apartando los malos sueños, y matando monstruos por ella. Apoyado en unos arbustos afilados, y con el cuello medio a medio destrozar, sin apartar la mirada de su habitación. Los monstruos deambulaban libremente por las calles a la una de la mañana.

Y, si podía evitarlo, su sueño no iba a verse interrumpido.