I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

30 de diciembre de 2010

Tan sólo es un semáforo más.

Como tantas otras cosas, los lapiceros han de tener algo de rojo. Como la nariz del reno de Santa Claus, las pizzas, los rotuladores y las camisetas blancas manchadas de macarrones. Porque el rojo, aún encontrándose a kilómetros del verde o del naranja, tenía cierta repercusión en la vida del chico.

Era curioso, sin embargo, que Matt, que nunca antes había dado mayor importancia a los colores, sonriese como si le faltasen un más de un par de neuronas al vislumbrar cualquier objeto compuesto por el verde, y el naranja. Casi tanto, como cuando caminando por la fría calle, o tumbado en el césped húmedo, o símplemente rodeado de cientos de personas, para variar, recordaba como ella le había dirigido una sonrisa mientras cerraba la puerta de su casa y él bajaba por esas escaleras amarillentas cuando el sol caía, y blancas cuando se encontraba en su cénit.

Y es que algunas palabras, pretenciosas ellas, oye, con intenciones tal vez hirientes parecían querer romper ese hilo rojo que unía ambos colores, y sin el cual estarían acabados. Porque mil metáforas podrían explicarlo de una manera más eficiente, pero sólo una supuesta marioneta, unida por hilos, cuerdas, o extensiones simplemente, a una mano que jugueteaba con maestría, podría explicarlo perfectamente.

- ¿Explicar el qué? -dijo el anciano que dormía en la mente del chico, y despertaba cuando las constantes preguntas pasaban a ser sumamente desagradables.
- Oh, pues por ejemplo, porque esos hilos son rojos -respondía Matt a ese producto de su infantil imaginación, vestido con traje de tweed, verde, claro.
- Amigo mío, ¿nunca te has planteado tu locura? -le preguntaba mientras tomaba una taza de té caliente -No una locura divertida y juguetona, como la que los medios de comunicación han ido introduciendo en la sociedad. Una locura oscura, absurda y en cierto modo peligrosa.
- Alguna vez lo he hecho, la verdad -la situación comenzaba a ser desconcertante.
- ¿Y bien?
- ¿Y bien qué?
- ¿Por qué es rojo el hilo?
- Porque si fuese verde, el naranja podría quedar eclipsado ante tanto verde, y viceversa. El rojo es intermedio. Equilibra la situación.
- Es una respuesta muy infantil. Casi estúpida. Lo primero que se te ha venido a la mente, diría yo.
- Tu formas parte de mi mente, idiota. No puedo responderte, porque sabes que voy a decir. Esta conversación es la más absurda que he mantenido en la vida. Ni siquiera sé a que viene esto.
- En realidad esta conversación no se está manteniendo. Tampoco te estás volviendo loco. Estas ebrio, muchacho. Rematadamente ebrio. Y lo peor no es eso.
- ¿Qué es pues?
- Ella está llorando -dio un sorbo rápido a esa taza azul, repleta de té humeante.
- ¿Ella?
- ¿Tu ebriedad te impide recordarla? Es la que en la metáfora que tanto te gusta repetir, paupérrima, todo sea dicho, ocupa el naranja. Porque tu, el verde, no eres nada sin ese naranja con converse rosas, o en su defecto, nike blancas.
- ¿Y tú como sabes todo eso? ¿Por qué llora? Joder, ¡Sacame de aquí!
- Vaya, ¿y tú eres el inteligente? Yo formo parte de tu mente, idiota, y oigo una y otra vez su nombre. Elena por aquí, Elena por allá. No se salva ninguna parte, ni el anciano de la filosofía, ni el anciano de los aviones. Ningún anciano. Aunque yo sea todos, y ninguno a la vez. Ni tampoco cuando tu mente se hincha y parece que está a punto de estallar, por estupideces incoherentes.
- ¿Por qué coño llora? -cortó el chico mientras tiraba la mesa en la que ese barbudo anciano que no superaba el metro cincuenta apoyaba sus zapatos marrones e impecables.
- Que desagradable -murmuraba mientras que con un chasqueo de dedos hacía desaparecer el té derramado, la tetera y la indignación del chico -Tanto alcohol tanto alcohol y mira para lo que te sirve. Amigo mío, no estás en el techo, la gravedad no se ha invertido, y ella no llora por ese ficticio hecho que tu embotada mente ha tratado de asentar.
- ¿Y entonces?
- Llora porque eres incapaz de mantenerte en pie. Porque estás gritando en su portal sin preocuparte por si despiertas, a la una de la madrugada, a sus vecinos. Porque suplicas que te meta los dedos en la garganta hasta hacerte vomitar. Porque...
- ¡Yo no estoy haciendo esto! ¡Estoy aquí, contigo! -trató de cortar Matt, pero el anciano seguía su dolorosa lista de porqués. Una terrible desesperación se adueñó de él.
- ... no la llamaste. Porque cree que no te importa. Porque...
- ¡No! ¡Para! -gritaba mientras se sacudía la cabeza. Ella estaba ahí, sentada en unas escaleras ahora amarillentas, con la cabeza entre sus brazos, llorando. Pero Matt no era capaz de serenarse, de tranquilizarla. No podía acercarse a ella sin marearse.
- ... esta descalza en su portal. Porque la está dando una crisis nerviosa. Porque le das miedo. Miedo, ¿entiendes? -la chillona voz del anciano se fue desvaneciendo en un susurro -Está asustada de ti.

Y un todo oscuro, que rozaba la negrura, se abalanzó sobre el chico, como si de una pantera que había estado acechando a su presa se tratase. Matt gritó.

Con un grito, la camiseta mojada y pegada a su piel, y los pies fríos, el de verde se incorporó rápidamente de la cama. Miró a su alrededor, asustado, mientras los continuos y acelerados latidos de su órgano rojo golpeaban con violencia su pecho. Reconoció las zapatillas, el armario y el despertador de números rojos de su habitación, en la casa que su padre había abandonado hacía dos días en uno de sus importantes pero imprevistos viajes al extranjero.

"Joder, sólo ha sido una pesadilla" dijo mientras se levantaba y se dirigía a la cocina a prepararse un café. El sonido de la cafetera le tranquilizaba, y un café no le vendría mal para el día que se acercaba. La persiana dejaba pasar las primeras luces de la mañana, tímidas e inseguras.

Apoyado en el alfeizar de la ventana, trató de tranquilizarse mientras se repetía una y otra vez que no había sido más que una pesadilla. Que no existía ese anciano con traje de tweed verde, que no había bebido la noche anterior, y que ella no había llorado. Cerró los ojos, y trató de impedir que ese torrente empapase sus emociones, confusas y doloridas. Había sido tan real...

La bocina de un coche le sacó de sus sombríos pensamientos, y contempló la calle. El rojo de un semáforo pareció dedicarle un guiño, y como un idiota volvió a recordar la conversación con ese peculiar anciano, sobre colores. Sonrió al darse cuenta de los tres colores de ese semáforo. Como un idiota. Como si le faltasen un par de neuronas, o tal vez más.

El pitido acerado de la cafetera le obligó a correr a por su cálido café, y mientras hundía sus labios, agrietados por el sudor, en esa espumosa sustancia, recordó como ella le había confesado que él era su guardián. Y recordó también como le había besado, y el plano de metro que ella le había regalado, modificado, claro. Recordó sus piernas, medio ocultas por una ventana casi opaca, bajando esas escaleras blanquecinas cuando el sol sonreía, mientras él la esperaba apoyado en una barandilla. Y recordó como con dos simples palabras había conseguido que el chico sonriese, sí, para variar, como un estúpido a la vez que un par de órganos mal puestos enviaban señales a su trastornado cerebro, y se sentía... ¿cómo decirlo? Puta.

Y como un idiota, tras la pesadilla tan real que casi había sufrido en sus propias carnes, Matt deseó no despertarse nunca y poder contestar con un "Puta" cuando le preguntasen que como se sentía.

Y un segundo después, sin poder evitarlo, la deseó a ella.

18 de diciembre de 2010

¿Canciones, grupos y letras? No, tan sólo el bajo.

Poco a poco, o más bien mucho a mucho, las altaneras cursiladas se habían ido abriendo paso en su vida. Sigilosa y casi imperceptiblemente. Y ahora formaban parte de ella, intentando ser expulsadas junto a otro cúmulo de palabras que luchaban por salir de ese rojo con ventrículos. Y volvía a repetirse. De nuevo.

¿Pero qué le iba a hacer si su mente barajaba unas cartas que no eran las suyas? Constantemente, todo sea dicho. Unas cartas impredecibles, con converse rotas, y rosas, y con un pelo bonito. Valga la redundancia. Sus pensamientos dejaban mucho que desear, pasaban de un estado pobre, a uno rematadamente paupérrimo.

No, no era el mejor día para tratar de explicarse. Aunque tampoco sabía la razón para hacerlo, ya que no tenía explicación. Y que Matt, el chico de hechos y física, admitiese que algo no tenía explicación lógica, o que al menos aún no había llegado a encontrarla, podía parecer una insignificancia cursi y repetitiva, como las que el chico soltaba últimamente demasiado a menudo.

Pero que va.

Y es que para que admitiese algo así, el mundo tenía que haber dado un cambio no precisamente insignificante a sus ojos. Bueno, su mundo. Sí, relatividad, mundos y ella. Los tres temas con los que sus amigos tenían que tratar día tras día.

Porque podría decirla muchas cosas que ella intuía o creía saber. Que el tema estándar en los últimos meses era ella, pero no porque se le acabasen otros temas, sino porque no podía evitar que la presencia de la chica se impusiese incluso en la distancia. Aunque no fuesen más que ciento nueve, o doscientos nueve pasos los que le separaban de ella. O que guardaba todos y cada uno de sus notas, posits y zases en una caja de zapatos. Pero no una cualquiera, que va. Una caja negra y amarilla, con la etiqueta del precio. Seguramente esa información no le importase, pero no pasaba nada.

Podría decir que la escribía mil letras, y que tiraba a la basura mil y una. O que había rajado, manipulado y ultrajado su guitarra negra, de cuatro cuerdas claro. Que no le importaba repetir las mismas redundancias, o que cada vez que su dedo se dirigía a su nariz, una extraña ebriedad se apoderaba de él mientras que su mente exclamaba a voz de grito una palabra que empieza por "s", termina por "o", que no es masculina y que tiene seis letras. Aunque cierto era que podría decir que no tenía hambre, pero lograría despedirse de ella sin que esta le hubiese encasquetado un bocadillo, un trozo de jamón o un beso. Preferiblemente lo ultimo. Podría decir que le llamaban Octubre, su mes favorito, tratando de imitar a una canción de un grupo desconocido. No para ella, claro. Pero entonces volvería a repetirse, y sería acusado de falta de originalidad.

Por eso prefería decir que le llamaban pesado desde que sólo hablaba de ella.

Y que hasta la fuerza de los mares se quedaba corta al lado de las insignificancias altaneras y cursis del chico.

7 de diciembre de 2010

Nunca es mucho tiempo, pero mucho lo es más.

Ciertamente ella nunca le tuvo mucho aprecio a las arañas, ya que con sus ocho ojos y ocho patas podían llegar a resultar bastante poco agraciadas. En realidad algo de pánico si podían llegar a causarla. Nunca las tocaba si podía evitarlo, pero no dudaba en defender sus derechos ante cualquier arranque de bestialidad. Porque hasta las arañas tenían derecho a vivir.

Tampoco sentía vértigo. Es más, siempre que podía prefería encontrarse en un avión con un destino desconocido, entre las nubes o en los sitios más inalcanzables. O simplemente entre las más altas azoteas. Cada vez que subía a la azotea, no a una, no, a "la", parecía sorprenderse como la primera vez. Aunque tal vez fuesen imaginaciones del chico, ya que enseguida caminaba y contemplaba la ciudad desde las alturas como si no hubiese pasado nada.

No sólo sabía hacer sándwiches de jamón y queso, las tortillas también se la daban genial. Y aguantar lasañas, carne cruda y huevos fritos mal hechos. Nunca la apasionaron especialmente los videjuegos.

En el fondo no soportaba el frío. Se colaba por entre sus ropas, llevase abrigo, pantalones conseguidos por medios poco recomendables, guantes o gorros. Siempre conseguía que acabase tiritando y deseando volver a un lugar cálido, como por ejemplo entre los brazos del chico. Y para que negarlo, esto causaba en él una enorme satisfacción. Prefería el calor y el verano en invierno, y el frío y el invierno en verano.

Se la daba bien recordar las letras de mil canciones, y sabía cantar una canción cuyo tema girase en torno a una palabra con solo mencionar esa misma, pero sin embargo nunca se la dio bien escuchar el bajo.

Leía casi más que metía zases, de esos que duelen y hacían pararse en medio de una calle repleta de gente con prisa y sin alegría, a mirarla fijamente y sentir al órgano rojo latir con fuerza mientras que ella sonreía con satisfacción. Y conocía mil historias, aunque fuese Matt quien las terminase con alguna variación insignificante.

Adoraba la lluvia, pero no por la mañana, claro. Por la mañana la ponía triste, eso si, ¿por la tarde? Oh, por la tarde la encantaba caminar con el agua empapando su rostro, su pelo y los principios del chico, mientras contemplaba las distintas reacciones de la gente ante tal aguacero. Aunque nunca caía tanta agua como ella reía, porque se reía de todo. Y mientras reía, mostraba la sonrisa inoxidable que el chico tanto adoraba, aunque el motivo de la mofa fuese él mismo. La verdad es que la mayor parte del tiempo, él era ese motivo. Aunque fuese aburrido.

Tampoco se planteaba un problema hasta que lo tenía en frente. Ella era una chica de hipótesis. Prefería soñar y divagar entre elucubraciones a atenerse a los hechos. Sabía arreglar lamparas que llevaban mucho tiempo rotas, y escribir los mejores textos reivindicativos, y llevar converse. Cantaba a todas horas y añadía o quitaba letras a las palabras cuando la venía en gana.

La ausencia de su madre en la infancia había obligado a Matt a contemplar y analizar casi constantemente cualquier insignificante gesto de cada mujer que aparecía ocasionalmente alguna noche con su padre, normalmente ebrio. Todas fueron rechazadas. Y esa costumbre se continuo hasta su adolescencia, expresándose en la selección de cada chica que había subido a su dormitorio. Y los mismos gestos, las mismas falsas sonrisas, las mismas palabras, las mismas caricias y las mismas posibilidades de diferentes rostros habían hecho creer al chico que había comprendido a la humanidad y que nada podría ya sorprenderle. Que la monotonía aparecía demasiado cerca del principio de la diversión.

Cuan equivocado estaba.

4 de diciembre de 2010

Comprar pizza y pagar con música.

Esa vez no había luz que se filtrase entre las rendijas de la persiana azul, porque no había persiana azul, ni luz. No había reloj con números rojos e intermitentes que marcasen una hora temprana por la mañana. Los puestos de venta de helados no estaban abiertos. Lo cierto es que excepto el uno o dos por ciento de la población, la ciudad dormía. Las estrellas llevaban ya varias horas iluminando un rostro tan conocido.

En cierto modo, era una escena similar. Ella había acabado dormida tras conversar ininterrumpídamente sobre varias banalidades, y su cabeza reposaba ahora sobre su pecho desnudo. Su pelo, algo más corto que la primera vez, estaba recogido en una graciosa coleta que le permitía observar perfectamente todo su rostro.

Y mientras lo hacía, más se hundía en un mar sin fondo. Porque joder, ¿cómo no iba a hacerlo cuando ella dormía tranquilamente a su lado? No otra, no. Ella. Y aunque a lo largo del tiempo había encontrado mil y una definiciones para ella, ninguna había terminado de convencerlo del todo.

Sinceramente, ella era mejor que cuatro galletas de chocolate mojadas en leche. Y que rascarse tras insufribles segundos de picor. Y que trescientos ensayos, y patinar en una plaza repleta de transeúntes.

Se la daba realmente bien tirar de una cuerda imaginaria, y compaginarla perfectamente. Nunca había probado unos mejores sándwiches de jamón y queso, y sus historias conseguían introducírsele entre dos neuronas mal colocadas provocándole estremecimientos innecesarios.

Se la daba genial los semáforos, los masajes y los beatles. Matt podría decir que las manchas eran casi su especialidad, pero entonces dejaría aparte su capacidad para sorprender al chico. La imaginación, y la sincronización. Entender las incoherencias gramaticales del chico, o leer sus papeles sucios y húmedos cada vez éste necesitase desahogarse. Y dormirse a su lado.

En una habitación que cada vez pasaba a ser más la suya, Matt terminaba de creerse su americana historia, como cada vez antes de cerrar los ojos, mientras se levantaba procurando no despertar a la chica que dormía profundamente sin percatarse de nada. La cocina recibió al chico semidesnudo y éste agarró un brick de leche y un vaso, rezando con que la madre de ella no anduviese por la casa. Aunque se hubiese acostumbrado a la presencia del chico, no era recomendable tentar a la suerte.

Debía de haberse marchado a trabajar, sin embargo, ya que esa casa que no era la suya estaba completamente sola. Con una confianza que tal vez no debiese sentir, se sentó en el sofá del salón mientras bebía con avidez. Los salones siempre le habían parecido la parte más perfecta de una casa, sin ningún aparente motivo. Tal vez porque normalmente era la sala más grande, o porque los sofás se colocaban allí, y una casa sin un sofá nunca sería una verdadera casa.

Una mano fría le rozó el cuello, y Matt sonrió sin darse la vuelta. Sabía perfectamente de quién era esa mano.

- Hace frío, deberías ponerte algo -susurró con voz somnolienta.
- Cierto -contestó a la vez que con un rápido movimiento arrojaba una manta pillándola desprevenida.
- Idiota.

Se tumbó a su lado, y su pelo le acarició la nariz, haciéndole cosquillas.

- ¿Sabías que más del sesenta por ciento de la población dice sentir frío cuando en realidad no lo hace? -comentó el chico con un bostezo.
- ¿Sabías que mi madre te matará como te vea sin camiseta, empalmado y con manchas de su leche? -respondió ella con malicia.
- Lo intuía -soltó una carcajada -No es mi culpa, no te juntes tanto.
- Enfermo.
- Entre otras cosas.

Rieron. A las cuatro de la mañana, rieron ruidosamente.

- ¿Sabías que odio las frases que empiezan por sabías?
- ¿En serio? -se extrañó él.
- ¿Quién sabe?
- ¿Sabías, sabías?
- ¿Qué?
- Esta conversación no tiene sentido.

Callaron y el salón sumido el la penumbra, el silencio y ese sofá tan cómodo fueron hundiendo al chico en un estado de sopor similar al sueño.

- Matt -el chico abrió los ojos de inmediato al oírla.
- Lo sé, lo sé. Ahora me pongo la camisa.
- No idiota.
- ¿Entonces?

Con un gesto divertido en el rostro, la chica se levantó y cogió de la mesa una hoja. La dio la vuelta para que él no la viese mientras escribía algo con un rotulador rojo. Matt trató de asomarse a ver que hacía, pero ella cogió el papel y se largó a la cocina a terminar de escribir en ese papel en blanco. Matt desistió y volvió a sentarse en el sofá mientras cogía de nuevo el vaso casi vació de leche y se lo llevaba a los labios

Ella volvió unos segundos después con una sonrisa en la cara. Matt la analizó de arriba a abajo en unos segundos, admiró lo bien que la sentaba la camisa del chico y sonrió interiormente al percatarse de que ella no se había quitado los calcetines en ningún momento. Uno más alto que otro, uno verde y otro naranja. Rápidamente, sacó el papel de su espalda y se lo enseñó.

"Te quiero, idiota." En letras rojas y grandes.

Los cristales desparramados de un vaso roto al caer al suelo, los botones de una camisa desabrochándose con velocidad abrumadora, una persiana que no era azul y una cama con sabanas moradas fueron testigos de la conmoción y la rápida recuperación del chico.

Y es que la verdad era que una casa no era casa si no estaba Elena en ella.

25 de noviembre de 2010

Se queda a comer en casa. De nuevo.

Ciertamente podría admitir muchas cosas, aunque no lo hiciese.

Podría admitir que tocaba a todas horas su canción con su guitarra, y que ideaba mil y una letras que se mantenían escondidas en un cajón, y allí seguirían. Podría admitir que deseaba cantarla mil y una canciones, aún con su timidez a cantar delante de una sola persona y más siendo ella. Que las canciones tenían significados ocultos que esperaba que ella captase, pero no podía leer su mente, aunque terminase la mitad de las frases que el chico empezaba, y esos significados se quedaban escondidos entre unas notas cuidadosamente seleccionadas.

Podría admitir que su canción preferida, no la que más ritmo, mejor letra o mayor duración tuviese, no, la única que le hacía sonreír al escucharla, era la de las fresas, antigua y algo psicodelica. Que prestarla su chaqueta se convertía en una necesidad al verla tiritar sutilmente. Que antes de conciliar el sueño, lo úlitmo que pensaba era en la propietaria de una cama con sabanas moradas, y que nada más abrir los ojos al día siguiente, su primer pensamiento era el brillo, imaginario, de unas pupilas incoloras.

Podría decirla que se pasaba las clases ideando nuevas formas de sorprender a esa chica que con una sonrisa le invitaba a marcharse de su casa. Que su comportamiento, el del chico, era infantilmente estúpido, y que ante nuevos sentimientos, shocks, zases o hamburguesas pequeñas pedidas por encargo, sólo podía agachar la cabeza y tratar de ordenar las ideas. Como un niño.

Que parecía un loco mientras esperaba a que las horas y los minutos que le separaban de ella pasasen de una vez. Que el sonido estridente del móvil llegaba a resultar curiosamente agradable, y provocaba una alegría desmedida al leer el contenido. Que sus escritos eran los mejores que nunca antes había leído.

Que se pasaba las veinticuatro, o veintitrés y media, horas del día deseando atrincherarse en su almohada y perderse entre esas sabanas que no eran las suyas. O que verla esperándole en su portal hacía que se olvidase de con quién caminaba, hablaba y explicaba, y sólo pudiese sonreír como un idiota y correr a su lado.

Podría admitir que en su mayor pesadilla ella no estaba, o que un día sin verla era una pérdida de tiempo. Que los huevos fritos, si no eran comidos sobre la cama, no sabían igual. Que dependía totalmente de ella.

Podría admitir muchas cosas que ella ya sabía o, en su defecto, intuía. "Si lo hiciese" pensaba mientras las notas de una canción ya tan conocida inundaban la habitación "seguramente se asustaría y se largaría" paró de tocar y miró a la nada. "Bah, supongo que podría superarlo" pensó con orgullo mientras volvía a acariciar las cuerdas de su guitarra y se mordía el labio. Como a ella le gustaba.

Podría hacerlo, sí, pero antes tenía que admitirse a sí mismo un hecho que llevaba aporreando su puerta bastante tiempo.

Y es que si ella se marchaba, su pasado, presente y futuro se irían a la mierda. Dejar de vivir para empezar a sobrevivir de nuevo le parecía insoportáblemente desagradable.

Y el adjetivo frío, para sorpresa del chico, se abrió paso entre las idioteces de su mente.

24 de noviembre de 2010

Es como sumar dos y dos. O algo parecido.

Un paso tras otro, el chico se perdía en las frías calles de la capital. Los altos edificios se alzaban a ambos lados de la carretera, y las luces parecían iluminar los lugares con menos necesidad de ser iluminados. El vaho se mezclaba con el humo de un cigarro, a la vez que el chico trataba de contar cuantos de éstos habían rozado ya sus labios en las últimas semanas.
La verdad era que no sabía dónde iba. Caminaba para no quedarse quieto, intentando calmar sus emociones. Buscando tranquilizarse. Porque sí. Aún con incoherencias gramaticales.

No obstante, la inmensidad de sus sentimientos no se lo permitiría. Los pensamientos corrían y se pasaban a vertiginosas velocidades, recordando, atrapándolo en un mundo del que difícilmente podría salir. El presente y el pasado parecían haberse unido esa misma tarde. Parecía, porque lo cierto era que ese chico no había hecho más que dejarse llevar por algo más grande que trece mil rascacielos. El melodrama había llamado a su puerta.

Y es que todas las personas tenían un pasado. Todas las personas habían forjado su carácter gracias a las experiencias pasadas, algunas buenas, otras no tan agradables. Y todo eso estaría ahí, siempre, porque había marcado a la persona. Matt siempre había escuchado con interés, cómicas o tristes, daba igual, para tratar de descifrar el carácter del interlocutor. Y le divertía hacerlo, era una especie de pasatiempo.

Nunca había preguntado más de lo debido. Nunca había indagado donde no debía haberlo hecho. Nunca había habido exceso de información.

Esa tarde, sin embargo, había entrado en shock al escuchar unas historias cómicas y recordadas con alegría. Unas especiales, claro.

"¿Dónde estaba yo?" se repetía una y otra vez mientras ella le contaba con todo lujo de detalles sus historias"¿Dónde coño estaba yo? Joder, joder" ¿Dónde iba a estar? Él estaba viviendo sus propias historias. No podía haber pensamiento más estúpido. No podía haber menos inspiración. Y es que esa pregunta se había repetido una y otra vez a lo largo de la tarde. Su humor había decaído al darse cuenta de la estupidez de ese pensamiento. Y tras la primera vez que formuló esa pregunta, un violento torrente de sentimientos arrojó al chico a las profundidades de sí mismo. Hundiéndole y zarandeándole en su propia mierda. O estupidez.

"Eres un jodido egoísta. Un hipócrita. Oh venga ya tío, no puedes ser más idiota" se dijo a sí mismo mientras cruzaba rápidamente la carretera y cambiaba de dirección. "Ten diecisiete años, joder"

Él era un chico de hechos y de números, y los porcentajes eran su especialidad. Al igual que sabía que el 23,7 por ciento de las personas fumaba, o que el 50 por ciento de las personas en Austria tocaba un instrumento, o que el 90 por ciento de los sueños nunca es recordado, sabía perfectamente que el 99 por ciento de su vida era ella. Y que el otro uno por ciento, lo pasaba pensando en ella. Porque había apostado todo, e iba al descubierto.

Y alcanzó a comprender lo mucho que dependía de esa chica. Lo mucho que se repetía. Lo mucho que la quería. Como su vida había subido a un Tio Vivo sin fijarse en lo que dejaba atrás, y ahora daba vueltas y vueltas alrededor de un mismo eje. De un eje naranja. Y que su órgano rojo se había largado lejos de él, con ella. Para no volver.

Ella nunca alcanzaría a comprender la inmensidad de esos pensamientos tan tópicos y repetidos anteriormente por tantos otros labios. El shock jamás causado anteriormente le había dejado sin aliento, pero aún estando con él, a su lado, ella no se había dado cuenta. Cierto es que su expresión no había variado ni un ápice, pero los ácidos líquidos estomacales habían comenzado a burbujear. Y su confusión bailó con sus mayores miedos, y se perdió en un laberinto de emociones, canciones preferidas, aspiradoras rotas y despertadores atrasados.

Y es que, el chico de los hechos se había acostumbrado a las sabanas moradas de una cama que no era la suya. Y ni por mil bajos, tres mil guitarras o doscientas hormigas, las cambiaría.

Porque ella era única chica de las converse.

20 de noviembre de 2010

Intenciones no intencionadas.

Había mañanas en las que el sol parecía querer ser puta. Pero no puta de puta, si no puta de puta. Era difícil de entender y aún más de explicar.

En ocasiones gritar palabras afiladas podían llegar a herir como putas. Como putas dolorosas, claro. A veces los pliegues de la piel que formaban la comúnmente denominada papada arrojaban maldades sobre los ojos brillantes y los sueños a la una de la madrugada.

Pero esos pliegues no tenían ni idea del verdadero significado de puta. Porque puta no era lo que ellos creían. No. No ser puta era sonreír y defender, y dar explicaciones a sabiendas de la ausencia de obligación a darlas, y pedir cariño, e introducir manos en pantalones rotos con consecuencias casi desastrosas. Y querer manchar tantas cosas como fuesen posibles.

Ser puta no era preparar sorpresas para ser entregadas anteriormente ante un arranque de nosequé. Ser puta no era entender a la perfección algo inteligible. Ni tratar de definir el ser como el existir.

Las putadas podían ir de la mano con la hipocresía, aún con su carencia de significado (erróneo). Ser puta era escribir falsedades, o esconderse de la realidad propia, no de la común. Ser puta era no atreverse a ser feliz, y tratar de encontrar la felicidad en tristes realidades poco reales.

Ser puta era lanzarse a parlotear y parlotear, y no preocuparse por los sentimientos. De nadie. Ser puta era volver a ser perdonado y volver a recibir otra oportunidad sin merecerla.

Las ganas, como las putas, estaban ahí siempre. Aunque no se creyese, los pollos últimamente no hacían más que despertarse y dormirse, causando un torrente de confusión. Constantemente, el apetito de los pollos iba en aumento. El pienso o lo que comiesen los pollos, sin embargo, no se acababa. Por el contrario las mentiras no estaban presentes. Éstas estaban reservadas para las putas.

Ser puta era relativo, para variar. Y también redundante. Ser puta podía ser muchas cosas.

Pero no ser puta de manera perfecta sólo podía serlo una. Una cosa que robaba chaquetas de cuero. Una cosa que tocaba la guitarra de vez en cuando, y que grababa canciones no terminadas. Una cosa que besaba, provocando tantas cosas. Muchas. Una cosa que soñaba con ser aviadora. Una que creía que era una puta, provocando, al chico, una ruidosa carcajada al darse cuenta de cuan ingenua podía llegar a ser. Una con las ideas principales bien claras y la cabeza bien alta. Como su coleta.

Una cosa, al fin y al cabo, con mejores intenciones que las putas.

15 de noviembre de 2010

¿A qué sabe el azúcar?

Como tratando de escapar, el agua corría por la acera. Las nubes huían a velocidades vertiginosas y hasta los coches parecían correr a refugiarse de todos esos litros y litros que caían sobre la ciudad. Y aún con el frío y el agua, sentado bajo el porche de un portal sin número pero con muchos significados, trataba de dibujar su rostro.

Varios transeúntes que corrían huyendo de la lluvia, pararon un segundo a contemplar al que ellos creían desgraciado, chico . Desaprobación, desdén, pena, comprensión, mera curiosidad. Muchas fueron las miradas que esa noche recibió mientras trataba de terminar su trabajo. Su tozudez impedía que se levantase y buscase un lugar seco y cálido. No lo haría hasta que terminase.

Los trazos inseguros y torpes tropezaron con su determinación, otra vez, incitando a que arrancase, doblase y lanzase el papel. Lejos, donde ese trozo de hoja en blanco dejase de ser un mero boceto, y pasase a convertirse en un auténtico barco.

Trató entonces de escribir algo que le ayudase a expresar lo que sentía. Porque era frío y cálido a la vez. Y otras muchas metáforas. Pero estaba ahí, era un hecho, y lo podía sentir. Y el viento podía llevarse las palabras, los carteles y los papeles en blanco o no tan en blanco. Pero lo que el iluso viento nunca podría llevarse eran los hechos. Aún con todo, su inspiración, para variar, se encontraba de resaca, por lo que volvió a lanzar esos intentos de algo.

Vivir por una persona era el pensamiento más estúpido que se le había pasado por su cabeza en toda su vida. Pero en ese momento los pensamientos tomaban el té con los sentimientos. Y el té rebosaba de azúcar.

Tal vez fuese el sonido de la lluvia al caer sobre el hormigón, o las luces cegadoras de los coches, pero el chico separó la mirada de los papeles y miró al frente mientra suspiraba y exhalaba el último bocado de humo de su húmedo cigarro.

Y no estaba solo.

Su pelo, empapado, caía sobre su espalda, húmeda. Sus ojos le miraban fijamente mientras que su boca mostraba una ancha sonrisa. Sus ya conocidas converse no podían estar más caladas, y a través de ellas podía vislumbrar dos calcetines de diferente color. Húmedos también. Su cuerpo se estremecía a cada leve soplo de viento mientras con la mirada parecía pedir permiso para sentarse a su lado. El chico la invitó con un gesto, pero antes de sentarse junto a él la chica recogió del suelo los papeles arrugados y mojados que él había lanzado anteriormente.

Aunque observó con empeño su rostro mientras ella ojeaba sus bocetos, no logró advertir ningún indicio de desagrado al estudiar los que se habían salvado de morir bajo la tinta azul, dispersa por el agua, de su bolígrafo Bic.

- Decir que son malos es poco. No era mi intención que los vieses, ni que los leyeses. Quería...
- ¿Qué querías? -cortó ella mientras dejaba los dibujos a un lado y le miraba fijamente.
- No lo sé -admitió sonrojándose. Ella volvió a ojearlos con un suspiro

"Estúpido, estúpido, estúpido" Se repitió una y otra vez cuando se dio cuenta de su rubor. "No eres un jodido niño, no deberías sonrojarte" "Mierda, mierda" "Estúpido, estúpido, estúpido"

- Me encantan -dijo ella al cabo de un rato -De verdad
- No son más que...
- Son tuyos. Me encantan -cortó de nuevo. Sus dientes sonaron mientras con un estremecimiento se abrazó a sí misma, tratando de darse calor.
- No deberías estar aquí -pasó un brazo por encima de sus hombros.
- Me lo dice aquel que dibuja y escribe tirado en un portal sin número -comentó con sorna.

Rieron.

- Me encantan, en serio.
- No deberían hacerlo.

Ella sonrió y situó su rostro a escasos centímetros de su cara.

- Me lo dice aquel que dibuja y escribe tirado en un portal sin número-repitió provocando al chico.
- Te lo digo yo. Y el yo es...

No le permitió terminar la frase. Con un beso, la chica hizo callar al que dibujaba y escribía tirado en un portal sin número.

- Toma relatividad -sonrió ella al separarse.

Decir que la quería era quedarse corto. Rematadamente corto.

8 de noviembre de 2010

El gris juega a ser otro color más.

Los días grises eran para quedarse en casa. Para sentarse en el sofá a leer un libro, o a ver la televisión. Para tomar un buen chocolate caliente mientras se contempla las nubes grises del día gris.

Eran días en los que algunas personas parecían dejar durante unos segundos su ajetreada rutina para contemplar con resentimiento, incluso odio, las frías coagulaciones de vapor de agua que impedían el paso de la luz del sol.

Los días grises, para las personas grises que observaban el cielo, eran días tristes y carentes de personalidad. Y eran días para hacer cosas grises.

Sin embargo, para él los días grises no eran días carentes de personalidad y tristes. Los días grises eran días para disfrutar. Porque las nubes se movían más rápidamente que las personas que, ajenas a este fascinante fenómeno, caminaban con prisa por las calles de la capital. Porque esos días, las calles se teñían de amarillo, o de verde, o de naranja. Literalmente.

En los días grises caminar por frías aceras siguiendo el camino de baldosas teñidas de amarillo era uno de sus pasatiempos favoritos, como lo era también colgar carteles que se volaban con el viento, o sentarse en un banco a contemplar las muecas de rostros desconocidos ante el frío. Aspirar el olor a tierra mojada tampoco le iba mal. O subir a azoteas prohibidas a contemplar las nubes, evitando las miradas indiscretas de vecinos poco discretos.

Entrar en centros comerciales a cotillear y sentir las miradas de desaprobación por su despeinado flequillo, o por sus sucias converse. Dibujar un rostro ya tan conocido en todos los cuadernos naranjas. Los días grises hacían que subir y bajar por escaleras mecánicas fuese más inusual que de costumbre. Salir a la calle y chocar con el frío, pero no sentirlo. Eso se lo dejaba a las personas grises. Plantearse preguntas y tratar de encontrar su correspondiente respuesta. O al revés.

Buscar un nombre entre las letras de las matrículas pertenecientes a coches verdes. Reírse ante su obsesión. Escribir cursiladas con los dedos en los cristales cubiertos de vaho.

Los días grises eran días en los que le faltaba tiempo para hacer sus típicos pasatiempos.

Por eso, esos últimos meses, los días grises los pasaba corriendo sin fijarse en los colores de las calles, ni en las nubes. Saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras mecánicas. Ignorando los bancos donde podría sentarse a contemplar rostros. Ignorando el día gris.

Porque desde hace unos meses, todos los días eran naranjas. O verdes, dependiendo de si era par o impar.

Porque desde hace unos meses, todos los días la veía aunque fuese sólo un rato. Y eso era mejor que siete días grises.

Y siete más cuatro son trece.


28 de octubre de 2010

Las sorpresas podrían saber a madera. O a lápiz.

Esa noche le apetecía oír un cuento. O escucharlo, que para el caso era lo mismo. Un cuento genial, no uno normal y corriente, capaz de hacerle reír o llorar de una página a otra.

Esa noche le apetecía sentarse en una alfombra azul. Y tumbarse en una enorme cama. Y caminar por las calles oscuras. Y contemplar las gotas que no caían por la ventana.

Esa noche las hojas estaban más naranjas y verdes que nunca, aunque el marrón y el amarillo de vez en cuando hacían su aparición, aún siendo colores secundarios. Esa noche, la inspiración, que rima con corazón, se había dado a dar un paseo con su nuevo compañero rojizo. Aunque la inspiración tras varias noches de locuras y aventuras acabaría volviendo. El corazón no. Ése estaría por ahí, sin pensar en lo que hacía, recibiendo golpes y magulladuras, y ebrio. Rematadamente ebrio.

Esa noche las personas parecían querer ser algo más de lo que en realidad eran. Esa noche los sentimientos se habían desbordado y jugaban a la comba con el ebrio órgano rojo. Los números creían en las letras, las letras despreciaban a los números.

Esa noche las estrellas enviaban sonrisas carentes de personalidad al idiota que corría por la calle. Y los columpios se movían y chirriaban al ritmo que el núcleo rojo cabalgaba por lugares tal vez poco recomendables. Sin embargo, esos lugares se habían vuelto sus preferidos.

Esa noche no era más que una noche más, con más de noventa noches a sus espaldas. Tal vez unas pocas más. Pero esa noche, el reloj poco presentable situado en el pecho, no en el centro, no, algo a la izquierda, le visitó arrancándole de su sueño.

Palabras. No pudo evitar sentirse frustrado cuando le dijo que no venía a quedarse. No volvería a salir de copas con el chico, y abandonaría su hogar entre anómalas paredes musculares. Le echará de menos, asegura sin dudar, pero se ha cansado de esconderse bajo sangre, huesos y cracks. Se larga.

A un lugar donde pueda sentirse libre. Lejos, muy lejos de su prisión. Donde las cursiladas no eran cursiladas. Donde la frustración jugaba a esconderse y a no dejarse ver. Donde el frío era frío de verdad, y el calor no existía. Porque ese órgano, al igual que el chico, podía vivir perfectamente sin calor. Donde un sentimiento no pudiese comprarse.

Donde las sonrisas eran el desayuno de cada mañana. Donde la inspiración regresaba cargada de ideas cada noche. Donde los nervios no provocaban dolor de tripa. Donde los sofás, las camas, los suelos, las escaleras y tantas otras cosas podían mancharse. Donde dejaría de estar preso.

Antes de largarse por la puerta y que el chico volviese a sumirse en un profundo sueño, no pudo evitar preguntarle por su idealizado y, probablemente, inexistente destino. Donde tal vez sufriese más magulladuras. Su antiguo compañero rojizo sonrió como el chico habría hecho, y una carcajada se escapó de entre sus labios mientras desaparecía y el chico cerraba los ojos sin poder evitarlo.

Mientras caía en el sueño, lo comprendió y fue esta vez el chico quién sonrió. Y con una sonrisa en su rostro, despidió a su antiguo compañero.

No iba a cualquier lado. Iba a ese lugar que ella, la chica de los zas y las vendas, la de las converse, llamaba campos de fresa.

23 de octubre de 2010

Las hormigas podían resultar molestas.

El sonido del autobús le daba dolor de cabeza. Un brum constante y la vibración de las ventanas rayadas de cristal trataban de imponerse a los acordes de las canciones de su ya usado iPod. Un bache le hizo volver a la realidad, y Matt contempló a su alrededor sin encontrar a nadie en el viejo y maloliente autobús. No era de extrañar al haber pasado hacía tiempo medianoche.

Decidió que ya se encontraba lo suficiente lejos como para que él no le encontrase, y se apeó en la una parada cualquiera, en una calle mal iluminada. El humo que provocó el autobús al acelerar envolvió la calle sumiéndola en un estado de irrealidad que desconcertó al chico e hizo que lanzase su mochila contra y tirase la guitarra al suelo mientras gritaba. Ropa, cepillo de dientes, la mitad de un paquete de tabaco, objetos personales, algo de dinero y su guitarra eran sus únicos acompañantes en esta escapada.

Sí, había escapado de casa. No de la habitual casa vacía, con silencios ocupados por notas al azar, con todas las puertas y ventanas abiertas, con el olor a tabaco, sin recoger. No de su casa. No, se había escapado de ese lugar con puertas cerradas, con el volumen de la televisión tan alto como para ahogar sus canciones. Había escapado de ese lugar tan poco solitario.

Recogió su mochila y comprobó que la guitarra no había sufrido ningún desperfecto. Después comenzó a andar sin rumbo definido.

Las últimas dos semanas habían sido insoportables. Su padre había vuelto, y la sonrisa de ese hombre de ojos vivaces y barba canosa hizo que el chico se sintiese como un niño. No había podido evitar lanzarse a sus brazos entre risas. Un par de comentarios sobre su altura, pelo y el desorden de la casa, y entonces la había visto.
No había vuelto solo. Alta, rubia, sonrisa forzada, una mujer de mediana edad evaluaba al chico con aire despectivo. Se llamaba Rebeca, aunque ese nombre realmente no le importaba, se habían conocido en una cafetería y estaba divorciada, le explicó su padre. Matt se había tragado todas las palabras que se le vinieron a la cabeza, y la había saludado, decidiendo no interponerse en la vida de su padre.

Pero en esos catorce días, ella no había hecho más que demostrar lo poco que le importaba, y lo mucho que despreciaba, al chico de verde. Cientos de gestos, miradas, comentarios y un largo etcétera provocaban al chico a empezar una discusión con esa mujer de ojos azules.

No soportó la situación, no soportó ver como su padre la daba la razón aún a sabiendas de que se equivocaba. No pudo soportar las colonias baratas, ni los tacones tirados por el pasillo, ni las noches pasionales entre ambos adultos. Ni la cantidad alarmante de cervezas en la nevera y en la basura. No pudo soportar el cambio de aquel hombre. Y tras horas de gritos, tres o cuatro cervezas de más, un par de bofetadas y una decisión, allí estaba.

No tenía donde ir. No sabía donde cobijarse. La desesperación hizo que se sentase en un banco y encendiese un cigarro. Exhaló mientras el humo ascendía hacía las nubes, marcó un número conocido en su teléfono móvil y esperó a que contestase.

- ¿Diga?- contestó una voz somnolienta.

Entonces no supo que decirle. Como explicarle y pedirle tantas cosas. Y las palabras se trabaron, y no pudo contestar.
- ¿Matt? Es la una de la madrugada, ¿qué quieres? -Javi pareció impacientarse- ¡Matt!

Y el chico colgó, sin contestar a la pregunta de su amigo. Más tarde le enviaría algún sms explicándole que había sucedido.

Se colocó la mochila a su espalda, cogió la guitarra con una mano y con la otra se llevó el cigarro a sus labios antes de aplastarlo contra la madera del banco, y corrió al único lugar donde encontraría verdadero cobijo, al único sitio donde sería realmente comprendido.

Contó mentalmente las calles que le separaban de la casa de la de las converse. Trece.

Olvidó a su padre, y a la desagradable mujer, y a las telenovelas, y a las sabanas sin limpiar. Olvidó quién era. En su mente sólo se dibujó, para variar, una sola persona.

Y sonrió.

17 de octubre de 2010

No sólo las nubes se mueven en invierno.

El frío viento se colaba por entre las ramas, removiendo su cabello. El humo del cigarro huía de sus labios y se perdía con esa corriente.

Contempló el odiado cigarro. ¿Acaso no le había repugnado anteriormente?

Suponía que no. Que eran solo palabras, ¿no?

Y sus pensamientos, para variar, volvieron a tomar la misma dirección.

Porque siempre estaría el otro ahí. Porque él había sido el primero. Es cierto, Matt fue el primero en otras cosas, en el placer, en las deudas, en las manchas, en los compaginios. Pero eso era sólo eso. Sexo. Un mero placer, ahí se acababa. Sólo el sexo.

Porque sí. Porque joder, ella nunca ha sido, ni iba a ser, sólo una más. Porque era ella, y porque era la chica de la que él estaba enamorado.

Y porque, sin exagerar, si se llegaba a ir el chico se moriría. No físicamente, claro, el cuerpo seguiría ahí, con los ojos, el pelo, los cracks, los pies, los dientes. Y de vez en cuando tal vez sus músculos faciales podrían contraerse ante algo cómico o gracioso. Y los dientes relucirían. Tal vez el sonido de una carcajada escapase de entre sus labios. Y tal vez esa risa podría hacer
pensar a la gente que en ese momento me rodee que seguía vivo. Y biológicamente, seguiría vivo. Sus células seguirían reproduciéndose, sus mitocondrias continuarían con su interminable proceso de respiración, y su sangre seguiría fluyendo por su cuerpo.

Pero no. Era una pena admitirlo, pero también era un hecho. Las conexiones neuronales, ya bastantes deterioradas por alguna injusta anomalía, no funcionarían igual. Porque los iones de potasio y de sodio seguirían saltando la sinapsis sin problema. Pero el él que no tenía que ver con la biología no saltaría a la comba de la vida con la misma alegría que esos simples iones.

Porque había dejado de seguir el guión desde que las converse de la chica habían pisado el suelo de su casa.

¿Qué se repetía? Le daba igual. Y todo le daba igual, joder.

No creía que nadie fuese capaz de comprender. Ni siquiera él. Tampoco es que le importase mucho, la verdad. En este instante, sólo le importaba una sonrisa de vez en cuando sangrante, con hierros entre los dientes.

Porque se había enamorado. Como en Disney. Y no, no había cabalgado a caballo para salvarla. Ni había luchado contra demonios por su vida, ni ella había recibido un beso que la despertase de su letargo. No. No era una historia con guión.

No lo había hecho. Pero había arriesgado a muchas personas por ella, y había buscado lugares para ella, y había abierto su brick de leche para ella. Y había escrito en maderas húmedas. Y había deteriorado algunas relaciones por ella. Y la había cantado. Había perdido
orgullo, prejuicios, responsabilidades, modales, confianzas y cascos. Pero, ¿qué más le daba?

Los había perdido, sí. Y lo había hecho por ella. Por la chica que hizo de lo azucarado un manjar, la que se rió de las anomalías injustas, la que jugaba con las palabras y sin saberlo con algunos sentimientos, la que tocaba guitarras desafinadas, sin la que el frío se transformaba en un problema. La que tiraba de cuerdas con fuerza, la que fumaba de vez en cuando, la que mantuvo
relaciones con el alcohol, la que consiguió que saliese de una fiesta para ir corriendo a buscarla. La de las converse, la de naranja, la que compartía su mundo. Ella. Porque le daba igual haber perdido todo eso.

Porque si la perdía a ella, el mundo se iba a la mierda.

Perdón, se equivocaba.

Su mundo.

13 de octubre de 2010

El verano ya pasó. Hace tiempo.

Ese miércoles era una mierda. Ese miércoles de una semana cualquiera, en un mes al azar. Casualidades, sí. ¿Lo era?

No, claro que no. Porque no era un día cualquiera, ni una semana cualquiera, ni un mes al azar. Era su día, de su semana, de su mes. Porque ese mes era la transición entre el calor y el frío, y las hojas caían, y la lluvia empapaba las calles, y el viento se colaba por las ventanas. Y los centros comerciales estrenaban las nuevas ropas del invierno. Y la calefacción comenzaba a calentar las casas por las noches. Y comenzaban los exámenes.

Porque esa semana era la del medio. La que marcaba la mitad, la semana más corta del mes. La semana en la que había dormido con ella. En la que los ensayos se sucedían con regularidad casi periódica. Porque ese miércoles no era un día cualquiera. Porque era trece, y el trece es el número de la mala suerte. ¿Sabíais que en algunos aviones, tras la fila doce continúa la catorce? No existe fila trece. Supersticiones, pensaba el chico.

Miércoles trece, de la semana del medio, del mes de transición. Otro día más. Madrugar seguía siendo agotador, el ritmo de las clases seguía resultándole vertiginoso Las chicas seguían siendo atractivas. El Internet volvía a no funcionar. Volvían las llamadas de teléfono. Y cientos de empresarios se adineraron gracias a los sufrimientos de personas más humildes. Y niños sin padres lloraron al verse abandonados. Como tantos otros días.

Sí, para cualquier persona ajena al chico de las pintadas en la madera, ése podía ser un día cualquiera. Uno de relleno. Uno más.

Pero no, no lo era.Porque ese miércoles trece, de la tercera semana del mes de las hojas caídas, era su favorito. No el del chico, no. Él no sentía predilección por ninguna fecha, y era muy posible que ella tampoco. Pero no era un día más. Porque aún con toda la continuidad, ella era una línea discontinúa. Porque trazaba vueltas imposibles, y se movía de un lado a otro, sin quedarse quieta en el plano.

¿Era una mierda de miércoles?

No. Porque ese miércoles trece, Matt se dio cuenta de que su solitaria, orgullosa y afortunada línea, se había entrelazado con otra línea hasta casi no distinguir entre los dos colores. De manera inexorable. Enorme.

Una línea naranja. Una línea que sonreía y fumaba a la vez. Una línea que superaba con creces a otras líneas. Pero no por comparar, no. Porque era un hecho. Porque esa línea consiguió enamorar al chico de verde.

Era miércoles trece.


12 de octubre de 2010

Helado de nata.

Esta vez, la luz de la mañana no fue la causante de que el chico se despertase más pronto de lo habitual, aunque la ventana estaba abierta de par en par. Ni los ruidos de las primeras horas de la mañana. Ni la música alta del vecino. Ni la llamada perdida.

No. Esta vez no había podido evitar despertarse antes de que el sol saliese de donde fuese que se escondía. El viento seguía siendo frío, las luces oscuras y las calles solitarias.

Antes de dirigirse a la cocina, encendió un cigarro y no pudo evitar mirar a la cama. Sonrió.

Por esa cama habían pasado muchas personas. Aventuras pasajeras, sin nombre, sin rostro. Sin palabras con significado. Sin nada. Y nada engloba muchas cosas, pero el chico no se quedaba corto. Ni mucho menos.

Volvió a la habitación, esta vez con una bandeja repleta de comida.

Y aún así, después de todo, había caído. Y podía sonar asquerósamente típico y tópico. Y topo. Pero, ¿qué mas le daba? Aún siendo esa la pregunta que tantas veces había repetido, la seguía usando con tanta frecuencia como al principio. ¿Al principio de qué? Bah, ¿qué mas daba?

Lo importante. Lo realmente importante era que ella estaba allí, tumbada en su cama, completamente dormida. Como al principio. Y que su pelo marrón, algo más corto que antes, estaba esparcido sobre la cama. Y su nariz inhalaba aire, para más tarde expulsarlo. Había dormido con ella. Ella había dormido con él. Y podría decir que como al principio.

Pero no. Porque al principio, el chico no sabía quién era la chica de las converse. No sabía su número favorito. Ni cuantas cucharadas de cola-cao y de azúcar hacían de un simple vaso de leche una perfecta cena. Ni sabía lo bien que esa chica compaginaba. No sabía que iba a ser aviadora. Ni que no le gustaban las hamburguesas crudas. Ni el sexo de su perro. Ni siquiera sabía su color preferido.

Sí, había caído imperiosamente en un agujero iluminado. Y no le importaban una mierda ni las líneas, ni las hormigas, ni los círculos, completos o viciosos, ni las anomalías.

Porque ahora le importaba ella. La chica que consiguió que hasta llorar fuese sexy.

4 de octubre de 2010

Láser sin sentido.

Todo. Palabra formada por sólo cuatro letras, dos vocales y dos consonantes, y sin embargo capaz de englobar cantidades enormes de significados. Era paradójico, sin más. Como acabar de empezar, como las agendas grandes y amarillas o como las ofertas del dos por uno del telepizza. Y Todo estaba satisfecho, claro que lo estaba. Lo tenía todo. Lo era todo. Lo conseguía todo.

Allí, contemplando el cielo oscuro y nublado, quisó olvidarse de todo, incluso a sabiendas las dimensiones de esa palabra corta y aparentemente feliz. Y esta vez no había un por qué definido. Tal vez porque el suelo había seguido seco aún con la capa de nubes cubriendo el cielo. Tal vez porque el frío no hubiese hecho acto de presencia. Tal vez porque dos cuerdas de su guitarra se habían roto cuando trataba de desahogarse aporreando el instrumento.

No tenía motivos. No tenía razones. Ni principios. Ni orgullo. No. No tenía nada. Y nada era otra palabra de cuatro palabras, con dos vocales y consonantes, muy parecida a todo. Pero con significados completamente opuestos. Una línea muy fina, casi invisible, diferenciaba esas dos palabras. Porque se podía pasar de tenerlo todo, a no tener nada. O de no tener nada, a tenerlo todo. O de ser un triunfador a un idiota. Y viceversa.

Porque la realidad era relativa. Porque no podía captar completamente esa realidad. Porque no entendía nada. No todo, no. Nada. Porque no se entendía ni a sí mismo. Porque ni siquiera el alcohol conseguía evadirle. Ni otras drogas. Porque no. Y menos mal que no habías por qués.

Pero supuso que lo importante no era eso. Que no había nada importante excepto el núcleo. También supuso que aunque el alcohol no hubiese conseguido evadirle, desde luego si había conseguido sumirle en un estado de confusión tal que no era capaz de diferenciar entre arriba y abajo. Pero, ¿sabeis qué era lo peor? Ni una gota de ese maldito líquido había tocado sus labios. Su ebriedad no era alcohólica. Era azucarada y amarga. Era azúcar en sangre. Era una ebriedad relativa.

Y de nuevo volvió a no entender nada.

Pero no, esa ebriedad relativa no había cumplido su proposito. Ni por asomo. Porque ella seguía allí. No físicamente, claro, pero sí mentalmente, para variar. Y la recordó en su peor estado. Y su recuerdo le trajó sensaciones que hicieron que sus tripas se encogiesen, que su organismo segregase adrenalina, que su vello se erizase. Y el alcohol pasó a ser menos agradable, y los arbustos más traicioneros, y los campos de fútbol más largos, y las rocas más dolorosas, y los perros menos cariñosos, y el suelo más incomodo, y las lagrimas más amargas. Y ahogó un grito mientras se revolcaba por el suelo.

Sin embargo, inmediatamente ese recuerdo cedió paso a otro. Y esta vez su corazón se aceleró, y su cerebro envió ordenes a sus músculos faciales para que dibujasen una sonrisa en su rostro. Y los niños pasaron a ser más agradables, y las cursiladas menos cursis, y el calor más frío, y las caricias más placenteras, y las estrellas más brillantes, y los coches y motos más rápidos, y el humo menos molesto, y el agua más agradable. Y el tiempo menos tiempo.

Y su ebriedad se acentuó mientras en sus oídos se reproducían una y otra vez las mismas dos palabras que ella pronunció una vez, y él se repetía casí constantemente. Todo se volvió nada. Nada se volvió todo.

La quería. Inexoráblemente.

2 de octubre de 2010

Burbuja de caravanas.

Así, sin previo aviso, se situó allí, en ese punto intermedio. Ese punto intermedio entre la locura y la cordura, entre el uno y el veintinueve, entre la vigilia y los sueños. Le resultó cómico, pues había asumido hace tiempo sus sentimientos, vivía como podía con ellos, y sin embargo seguían consiguiendo que se sorprendiese.

Pero hasta esa tarde no se dio cuenta. Hasta esa tarde en la que había decidido no asistir al ensayo que había estado planeando semanas. Hasta esa tarde que la había acompañado por la Gran Vía, mientras cientos de personas sin apariencia ni nombre caminaban a su lado, dificultándoles el trayecto.

Y aún con todo ese túmulto de rostros desconocidos, el chico no se había sentido incomodo en ningún momento. Porque fue en una acera cualquiera, en un momento sin importancia alguna, cuando se dio cuenta.

Y ni el café amargo, ni los continuos cracks y zas y demás onomatopeyas, ni el calor, ni los granos, ni el dolor causado por su explosión, ni la luz del sol dañando sus ojos, ni los gatos negros que se relamían la lengua, ni las montañas de basura, ni las canciones pegadizas y con ritmo de Disney, ni siquiera las películas de miedo con sangre y visceras, consiguieron acabar con la sonrisa que se había ido dibujando en su rostro a lo largo de la tarde.

En la concurrida acera, con ese conjunto de simbiontes andantes, las luces brillando en la oscuridad e iluminando la calle, ella se había girado para mirarle a él. Y entonces, como un paragüas que cae al suelo mojado en medio de la lluvia, como un golpe en una mejilla rojiza o como una metáfora sin significado alguno, se sorprendió a sí mismo riendo a carcajadas.

Y los pajaros seguirían cantando de la misma manera, las luces no brillarían con más intensidad, las canciones seguirían significando lo mismo, los bancos seguirían siendo incómodos, las manos de la chica seguirían resultándole frías, su temperatura corporal no disminuiría, los rotuladores seguirían manchando las manos, el frío seguiría siendo igual de agradable. Y ni Liverpool, ni Edimburgo, ni Sri Lanka, ni Nueva York, ni cualquier otro lugar se movería de su sitio, y él seguiría rechazando su dinero, y seguiría siendo estúpidamente estúpido, idiótamente idiota, y las bromas seguirían siendo las mismas.

Pero, y sólo pero, podía ser que ella descubriese aquello de lo que se había dado cuenta. Y tal vez ella sonriese y se lanzase a sus brazos, o por el contrario, le resultase indiferente y continuase bebiendo su batido de chocolate.

Y ella no era una chica que fuese a olvidar tan fácilmente. Porque esa espina se había clavado hasta el fondo. Porque sonreía como un idiota al oír su nombre, porque componía canciones y canciones, y escribía letras y letras tan malas como su inspiración. Porque por sus venas corría sangre azucarada.

Porque su necesidad de ella aumentaba a cada paso que daba, porque su pelo era marrón. Porque aún estando a ciento nueve pasos de ella, la echaba de menos. Desesperada, exagerada, cursi e incansablemente. Y muchos otros adverbios terminados en -mente.

Porque no fue, ni era, ni sería, una chica más. Porque ella era la chica de las converse.

27 de septiembre de 2010

Figuras sonrientes.

Porque en ocasiones era mejor dejar que la inspiración se marchase a dar una vuelta, y regresase de nuevo cargada de ideas. Porque a veces no estaba mal aislarse, tumbarse en la cama y mirar el techo blanco. Porque el humo de un cigarro cualquiera podía ser más relajante que diez tilas.

Porque el chico no sentía la inspiración, pero si la necesidad de expresarse. Porque las palabras eran sólo palabras. O tal vez esas mismas palabras fuesen mucho más. Y los acordes sólo eran acordes, aún por muy armoniosos que pareciesen al ser tocados seguidamente.

Porque las patatas fritas podían ser realmente caras. Porque jugar al tetris era divertido. Porque "todo" era una palabra de cuatro letras. Porque como decía la canción, nada iba a cambiar su mundo. Porque los posits amarillos y blancos podían ser mejor que miles de cartas con cientos de palabras. Porque la quería.

Porque esa noche los beatles conseguían sumirle en un estado de ebriedad que el alcohol pocas veces conseguía. Porque esa noche tenía calor, como tantas otras. Porque esa noche el reloj de números rojos no funcionaba. Y tal.

Y esa noche no era su noche. Pero necesitaba expresarse. Desesperadamente.

Por lo que el chico de los sms a las tantas de la madrugada se tumbó en el sofá de su solitario salón mientras que encendía un cigarro. Y miró al techo. Y las formas que dibujaba el gotelé le hicieron soñar despierto. Y no pudo evitar una sonrisa. Pero no una media sonrisa, no. Una gran sonrisa.

Porque se había endulzado hasta límites insospechados.

Y lo peor era que ni siquiera le importaba.

23 de septiembre de 2010

Unidad a analizar.

Lengua. Morfología, sintaxis, valor de los se. Adverbios, adjetivos, sustantivos, pronombres, relativos. Determinantes, interjecciones, conjucciones y demás. Y cada una de esas calificaciones tenían sus sub-calificaciones o sub-sistemas. Propio, común, abstracto, artículo, de modo, y un largo etc. Y no acababa ahí. Todas esas subcategorías y categorías, hasta las palabras más estupidamente simples, poseían su clasificación propia. Pero claro, propia propia no era, porque esa clasificacion dependía de la función y el significado que tenía una palabra en la oración con otras palabras. Complemente directo, indirecto, circunstancial, predicativo, regido, y otro largo, o no tan largo, etc.

"Enfático significa éso. Se puede suprimir, y no pierde significado. Simplemente pierde intensidad en éste."

"Yo voy a ser engañado por él. El siguiente"

Sí, la profesora de lenguaje estaba que se salía.

Asi que sí, palabras sueltas sin significado, oraciones con significados completos, por tanto el chico se planteó si acaso era la oración lo importante. Existían oraciones diversas, explicativas, interrogativas, exclamativas, impersonales... Las impersonales, pensó el chico, son crueles. Las demás tienen su sujeto, incluso aunque éste estuviese omitido y por tanto escondido, pero siempre habrá un Juan, o Pepe, o Jaime, o un nosotros, vosotras, ellos, ella. ¿Y las impersonales? Se cierran y hala, sin sujeto, sin corazón, muy dignas ellas, impersonales. O tal vez, se planteó, las impersonales busquen desesperadamente un sujeto que realice su acción.

La clase de lenguaje seguía tediosa, y el chico no pudo evitar dejar de prestar atención y divagar. Lo importante no era la oración. Puede que sea el significado de ésta, lo que quiere decir y expresar, o preguntar, o exclamar. Pero supuso que lo verdaderamente importante eran las palabras, ya que si no fuese así no existirían tantas categorias y subcategorias. Y además, son las palabras las que cuando se juntan o se separan modifican el significado de la oración. "Agh. Asco de metáforas" pensó mientras la profesora le llamaba la atención.

El timbre sonó, como una campana salvadora, y terminó de recoger los cuadernos mientras se preparaba para la siguiente clase. En el pasillo, volvió a recordar sus reflexiones. En conclusión, el significado de una oración residía en las palabras, y en su defecto, en el mundo, y por tanto en la oración de cada palabra. Pero era realmente paradójico que una simple palabra tuviese una oración entera a sus espaldas. Y era un círculo vicioso, un bucle infinito. Y por la mañana las metáforas eran asquerosamente malas.

Y era una gran tontería, el significado, las palabras, el complemento circunstancial de causa, las oraciones, los sustantivos, son relativos.

Porque el significado se lo daba él.

21 de septiembre de 2010

Como pez en el agua.

Cerró los ojos con fuerza e inspiró. El humo que flotaba en el salón entró por su nariz, pero el chico ni se inmutó.

El ambiente estaba cargado, el olor a alcohol y a tabaco inundaba la habitación. Las botellas vacías tiradas por el suelo, el cenicero hasta arriba de colillas, algunas de las cuales descansaban en el suelo o en la mesa. Las cortinas estaban corridas para impedir el paso de la luz, aunque el cielo estaba cubierto por un cúmulo de nubes. La escena le resultaba extrañamente familiar.

Se incorporó rápidamente y se dirigió a su dormitorio, donde se tumbó en la cama, apoyándo la cabeza en sus brazos mientras movía su pie izquierdo al ritmo de una canción imaginaria. El fuerte dolor de cabeza se impuso.

La noche anterior había vuelto a haber una fiesta en su casa, tras tanto tiempo. Una gran fiesta. Sólo había avisado a las personas más cercanas, pero éstas avisaron a su vez a más gente, y a las tantas de la madrugada el salón estaba en su aforo máximo. Mucho alcohol, mucho tabaco, mucho magreo, muchas otras cosas. Muchas. Esa fiesta sería recordada durante bastante tiempo.

Sin embargo, el chico no había disfrutado totalmente la fiesta. Sí, bebió y fumó como el que más. Y rió. Y bailó. Y abrazó a desconocidos. Y sonrió. Aun así, cuando el vozka que circulaba por sus venas le hizo parar y sentarse en una esquina de la casa, la recordó.

Porque sí. Había habido alcohol, y buena música, y tabaco, y magreos por todos los lados, y habitaciones ocupadas, y gente, y chicas. Y los vecinos no habían subido a quejarse. Y las nubes habían dado un descanso y se había podido ver la luna, con forma de uña. Y todo había salido genial. Pero, aúnque le costase mucho admitirlo, el alcohol no sabía igual si no lo compartía con ella. Y la música no era igual si ella no la escuchaba. Ni el tabaco, ni los magreos.

Su ebriedad no hizo más que frustrarle por sus principios perdidos. Por haber perdido sus papeles. Por haberse dejado hacer eso. Por sentirse tan... dependiente. Por aguardar ansiosamente una de sus llamadas. Por tratar de ajustar su horario para poder verla un rato a la salida del instituto. Por gastar su dinero en recargar su móvil para los sms de madrugada. Por no poder llevar el control.

Y fue en esa esquina, sin venir a cuento, donde se dió cuenta de que por muchos conciertos, por muchas canciones, por mucho pelo que le tapase los ojos, por muchas converse, por muchas fiestas en su casa, por muchas aventuras pasajeras, por muchos escritos, dibujos, palabras, acordes, deudas y cartas, siempre habría alguién mejor que él. Que él no era el mejor.

Que no era sino uno más.


El sonido estridente de su móvil y el de la madera cuando éste vibró le trajó de vuelta a la realidad. Con pereza, se levantó, desbloqueó el aparato y leyó el sms.

Sí, era cierto que él no era el mejor. Que sólo era uno más.

Sin embargo, era él quien recibía esos sms de ella. Era él quien la besaba por las mañanas, las tardes y las noches. Era él quien escuchaba de sus labios sus dos palabras favoritas. Era él el que, sacrificando tantas cosas, obtenía a cambio tantas recompensas. Quien buceaba en sus recuerdos. Quien se sentía como pez en el agua. Era él quien pasaba las noches de los viernes con ella. Y las tardes de los jueves, y de los miercoles, y de los martes y lunes. Era él.

Y fue ella quien logró, aun con ese dolor lacerante que le martilleaba una y otra vez la cabeza, que el chico de la física esbozase una ancha sonrisa en medio de la oscuridad.

Como un niño.

19 de septiembre de 2010

En efecto.

- Sólo entonces.
- ¿Sólo entonces? -preguntó Matt mientras se incorporaba para observarla. Ella sonrió al ver su pelo desordenado y las hojas que se habían adherido a su camiseta.
- Sí, sólo entonces.
- Ya. ¿Qué significa eso?
- Es otoño -respondió simplemente, sin contestar a su pregunta.

Con el tiempo se había acostumbrado a esas frases sin sentido. Sin sentido aparente, claro. Porque ella cambiaba de tema muchas veces con una facilidad increible con una sola frase. Y al principio le había llegado a molestar un poco, pero tras hablar y hablar se había familiarizado con ese tipo de respuestas que, intuía, tenían un significado escondido y rebuscado.

- Mi vida no será muy larga.
- ¿Por qué? -preguntó ella.
- Simplemente lo sé.
- No creo que sea así.
- ¿Por qué no?
- Porque encontraremos el élixir de la vida y viviremos eternamente -respondió la chica mientras sonreía. Matt no pudo evitar plantearse que se le pasaba realmente por la cabeza, pero la devolvió la sonrisa.
- Con o sin élixir, no será muy larga.
- Cállate. Será como yo quiera.
- No controlas mi vida -replicó el chico.
- Ya. Claro -sonrió ella.
- Egocéntrica.
- Sólo soy realista.

Ambos rieron. El viento hizo que algunos de los papeles en los que habían escrito y dibujado se alejasen, pero no tenian intención de levantarse.

- No quiero que mueras.
- A los cincuenta padeceré una enfermedad incurable de esas. Y no habrá remedio.
- Encontraremos el élixir de la vida. Es capaz de curarlo todo.
- ¿Absolutamente todo?
- Menos tu estupidez.
- La estupidez es...
- Sí, lo sé. Relativa. Como todo en esta vida -cortó la chica poniendo los ojos en blanco. Matt rió fuertemente.
- ¡Qué sincronización!
- ¿Verdad?

Los papeles habían desaparecido de su vista. La noche caía. El frío empezó a hacer su aparición.

- Es él -dijo ella, sorprendiendo al chico.
- ¿Quién es él?
- Él... es él. ¿No le conoces? Se llama Matt -sonrió.
- ¿Matt? No me suena -dijo el chico sin saber a donde iba a parar.
- ¿Ah, no? Pues ya le conocerás. Es un chico genial.
- ¿Lo es?
- Y tiene seis sonrisas.
- ¿Seis sonrisas?
- Sí, como las cuerdas de su guitarra.
- Ah, ¿toca la guitarra?
- Lo hace. Y muy bien.
- Mmmh... No, no me suena.
- Es una pena.
- ¿Lo es? -preguntó confuso. No entendía nada.

Callaron. El silencio se impuso. Pero no un silencio incomodo. Un silencio significante. Ella le dirigió una mirada intensa que enmudeció al chico. El viento sopló con fuerza, pero escuchó perfectamente las palabras que salieron de sus labios.

- Tú eres él. Matt.

Matt la miró, pero rápidamente observó el cielo gris y nublado.

Ella. Joder, ella. ¿Cómo podía haberle puesto los pelos como escarpias con unas simples palabras? ¿Cómo? ¿Por qué esas palabras significaban mucho más que otras con numerosos significados? Joder. Adoraba a esa chica.

Y sí. El chico de la chupa de cuero. El de las camisetas verdes. El del pelo oscuro que le tapaba los ojos. El de la relatividad del mundo. El de su propio mundo. El que compartía su mundo. El que sabía diferenciar entre un acorde menor y mayor. El que dibujaba bocetos en sus cuadernos a escondidas. El que la dibujaba a ella. El de la guitarra. El cazador de mariposas. El que se equivocaba con frecuencia al hablar. El de la física. El chico de las seis sonrisas. Matt.

Él. No supo que decir. No pudo articular ningún sonido. No pudo mover los labios. Se quedó sin palabras.

Otra vez.

17 de septiembre de 2010

Agua mojada.

Y ése día, la lluvía volvió. Para su alivio. Y ese día era un gran día.

Puede que el calor de su sangre le hiciese odiar el calor, y la lluvia fría consiguiese contrastar su temperatura corporal. Tal vez el cielo gris y encampotado provocaba una extraña sensación de calma. Puede que le encantase saltar sobre los charcos que inundaban la acera. O que la humedad terminase con su mal humor. O que el hecho de entrar en un sitio cerrado y caliente fuese tan reconfortante. O sentir el agua empapando su rostro. O contemplar los cristales mojados y ver como las gotas creaban figuras a su paso. O tal vez fuese el olor a mojado lo que traía ese alivio.

Podían ser todas esas cosas.

O tal vez fuese el hecho de que verla bajo la lluvia le resultaba fascinante. Que su pelo empapado, callendo sobre sus hombros, le encantase. Que su ropa calada no le resultase fría cuando la abrazaba. Que aún con el agua y los charcos, sus converse no dejasen de lucirse. Puede que la lluvia fuese una perfecta excusa para refugiarse en su casa y dejar rienda suelta a su deseo.

Puede que el frío fuese otra perfecta excusa para actuar como estufa humana, y poder estar más cerca de ella. Que el hecho de que ella buscase su calor provocase una sonrisa en su rostro. Que sentir las manos de la chica en su propia piel le provocase escalofríos. Que sus pantalones largos no hiciesen más que enmarcar su figura.

Que el rimel de sus ojos se corriese, dejándola al natural. Que el césped húmedo resultase tan agradable. Que la lluvia sirviese como tantas excusas.

O tal vez, simplemente, la lluvia no hacía más que caer y caer, mojando el mundo. El mundo, sí. Pero no su mundo. Porque su mundo era impermeable a la lluvia. Porque en su mundo el calor era habitual, y la luz impedía el paso de las nubes. Y en su mundo, las cursiladas no existían. Ni la lluvia amarga. Ni otras muchas cosas. Porque su mundo era suyo.

Puede que la lluvia no hiciese nada de esas cosas. Que la lluvia no volviese hacía arriba. Que estuviese de buen humor. Que no fuese si no otro día más. Puede.

O tal vez ese día ella le dijo que le quería.

Y la lluvia no pudo resultar más agradable.

14 de septiembre de 2010

-Permíteme un minuto.

¿Alguna vez habeis visto algo que no esperabais ver pero que es capaz de alegrar una tarde monótona y aburrida? No algo normal y corriente, no. Algo que con sólo verlo sonríes y casí no puedes evitar una carcajada. Y no es porque sea gracioso, no hace falta que lo sea. Simplemente es porque sí. Aún siendo una redundancia.

Sí. Eran ese tipo de cosas no planeadas e imprevistas las que le producían esa sensación de ebriedad. Esa sensación que hacía que el tiempo corriese más rápido, que el fuego no le quemase, que el hielo no le enfriase, que los vasos de agua fuesen mejor que la coca-cola, que los acordes se sucediesen con un susurro en cada una de las canciones que compuso para ella. Que la música le produjese escalofríos, que la recordase al caminar por la calle sin rumbo, que sonriese cuando alguien pronunciaba su nombre, que esperase verla entre el tumulto de personas que caminaban por la calle. Que cantase contínuamente sin importarle quien le escuchaba. Esa sensación que conseguía volverle loco.

Y su ebriedad se entremezclaba con su locura, provocando su inspiración.

¿Y por qué ella? ¿Qué era lo que tenía ella? Nunca sabría responder correctamente a esa pregunta. Tal vez podría decir que su sonrisa no se dibujaba en ningún otro rostro conocido. Que sus ojos observaban de manera diferente a los demás. Que su pelo liberaba un olor único. Tal vez podría decir eso, y muchas más cursiladas. Porque ella le hacía ser cursi. Rematadamente cursi. Tal vez podría contestar con su respuesta favorita.

Pero no sería justo. Porque esas preguntas poseían una respuesta en común. ¿Por qué la quería? Sí, tal vez. Pero, ¿y por qué la quería a ella? ¿Por qué la prefería antes que a la botella de ginebra, o a las demás aventuras pasajeras?

¿Por qué coger su mano era tan gratificante? ¿Por qué no le importaba mostrarse tal y como era, sin tapujos, ante ella? ¿Por qué ojeaba continuamente su móvil esperando una llamada perdida o un sms? ¿Por qué unas simples palabras producían su ebriedad de cafeína? ¿Por qué sus anomalías no parecían tan anómalas cuando ella se reía de éstas? ¿Quién era esa chica que le recompensó con su nueva locura?

¿Quién era ella? ¿Quién?

El chico volvió, para su satisfacción, a encontrar una respuesta a sus preguntas. Una respuesta redundante, pero una respuesta al fín y al cabo.

Ella era ella. La chica de las converse rosas. La de los tira y afloja. La del pelo bonito. La de los abrazos no-compasivos. La de los sms. La de las llamadas si eso. La de las deudas. La de las diabólicas. La de la sonrisa inoxidable. Ella.

Elena.

11 de septiembre de 2010

Universo nocturno.

En algunas ocasiones, cuando su estado de humor no podía ser más nefasto y ni un paseo por su parque favorito, ni un helado de nata, ni un abrazo no-compasivo, ni unos acordes con significados varios, ni el alcohol, ni el frío, incluso ni el cielo oscuro impregnado de estrellas conseguían tranquilizarle, perdía completamente el control de sí mismo.

Y era entonces cuando el chico de verde dejaba atrás su loca cordura, y entraba en un estado de desesperación superlativo.

Era entonces cuando corría y corría sin mirar atrás, tratando de huir de sí mismo y dándose cuenta de que jamás lo conseguiría. Y tras correr, tropezaba con una piedra y, sin aliento, caía al suelo donde contemplaba el cielo. Donde recordaba el por qué de su nefasto humor, y entonces no podía evitar que un grito escapase de su garganta, y aún con el corazón latiendole a mil por hora, se levantaba y volvía a correr, tratando de ocultar su desesperación al mundo.

Y sólo cuando llegaba a la seguridad de unos árboles ocultos entre sombras o de un callejón oscuro o de una calle sin miradas curiosas, era cuando su desesperación le hacía gritar incoherencias, y golpear el aire, y darle patadas a las rocas aún haciéndose daño. Pero estas rocas nunca eran lo suficiente duras, ni el aire lo suficientemente compacto, y las incoherencias nunca eran lo suficientemente incoherentes para que se calmase.

Entonces se tiraba al suelo, donde contemplaba el cielo y trataba de analizar lógicamente la situación, pero nunca lo conseguía. Y se volvía a desesperar, y volvía a patalear, y a gritar, y a golpear.

Sólo cuando las rocas estaban desperdigadas, y el aire cargado, y los gritos comenzaban a sonar repetitivos, se volvía a lanzar al suelo y a contemplar a su alrededor, mientras que su corazón casi a punto de estallar, la sangre ardiendo por sus venas, y su cuerpo entumecido le proporcionaban un estado de ensimismamiento que conseguía calmar algo su desesperación.

Y era entonces cuando su enturbiada y casi ebria mente, comenzaba a despejarse y trataba de pensar con claridad. Y recordaba el motivo por el cual su habitual tranquilo humor se había vuelto nefasto. Y, aún repugnándose a sí mismo por su debilidad, las lagrimas caían por su rostro sin cuidado alguno en ensuciarlo y hacer de éste más miserable, era cuando se desahogaba completamente, ante las rocas desperdigadas, los árboles que le contemplaban en silencio y la oscuridad de la noche.

Y tras las lagrimas, venía el silencio. Y allí, tumbado en la arena, o en el asfalto, o en las baldosas de la calle, comenzaba a planear y planear una manera de cambiar su humor y solucionar la causa de que éste fuese tan malo. Y el sonido de los grillos, y la oscuridad del cielo, y el susurro del viento, y los cracks y sus recuperaciones, y los coches circulando en las carreteras cercanas y lejanas a la vez, componían una melodía contínua que calmaba su desesperación.

Y tras la tormenta, viene la calma. Y al chico la calma le pillaba tirado en el suelo mientras planeaba y las lagrimas se secaban sobre su rostro. Y entonces, en ese estado tan lamentable, no podía evitar una sonrisa y que una carcajada saliese de sus labios.

Porque en algunas ocasiones, la vida cobraba sentido.

¿La vida?

No.

Su vida.

10 de septiembre de 2010

Cielo con sal.

Psicodélico.

Tras buscar palabras y palabras en un mar sin fin y con infinitas posibilidades, había encontrado una que explicase su estado.

Su estado de confusión al levantarse y sentirse perdido en un mundo nuevo. Al soñar y no encontrarse con sus antiguas ambiciones y hallar otras nuevas. Otras nuevas que anteriormente le habían parecido extravagantes y lejanas.

Al mirar al cielo y hacerse las preguntas más simples y sin respuesta. Al caminar por la calle y fijarse en los detalles más escondidos y menos relevantes. Al sentir de manera tan exagerada. Al notar como su "arrector pili" provoca el erizamiento de su piel, y la sensación de éxtasis que ésto le produce. Al darse cuenta de como ha cambiado su manera de ver el mundo. Al comprobar que él es él mismo, pero que el ser él es relativo. Al deleitarse con paradojas sin sentido.

Y aún tras comprobar sus últimos cambios y darse cuenta de que éstos se seguiran produciendo, sin parar, no pudo dejar de soñar con sus nuevos sueños, sin importarle ni un ápice la poca longevidad de éstos. Porque los sueños, sueños son. Y en ese momento sus sueños le acercaban más a la realidad que cualquier otra cosa. Pero no a una realidad cualquiera. A su realidad.

Si, definitívamente psicodélico le iba perfecto.

8 de septiembre de 2010

Escalofríos tempranos.

No conseguía explicarlo... Era algo así como un acorde sin nombre. Como un libro completamente en blanco. Como una pila sin bateria. Como unos cascos rotos. Como un GPS que no ubica, desorienta. O como un color sin significado. O tal vez como un helado sin nata. O como un boli sin tinta.

No. Por más que lo intentase no iba a encontrar una comparación posible, ya que ninguna se acercaba a la realidad. Porque podía imaginar, hipotetizar y especular sobre como se sentiría, y podría pensar que había acertado con alguna comparación, pero algo que no sabía explicar le decía que no iba a ser tan fácil.

Porque podía separarse de su calor en un banco cualquiera. Porque podía sentarse en un paso de cebra y esperarla. Porque podía jugar a los tira y afloja y resultar ganador. Porque podía levantarse y marcharse a casa sin mirar atrás. Porque podía hacer muchas cosas. Pero lo que ella no sabía era lo que le costaba alejarse de ella en el banco, ni tampoco se percataría de las miradas furtivas y rápidas, pero vigilantes que la dirigiría sentado en un paso de cebra, ni de la fuerza que había de hacer en los tira y afloja mientras que la cuerda quemaba sus manos. Porque no sabía lo dificil que era para él no girar la cabeza para comprobar si le seguía, ni la continua lucha que se libraba en este tira y afloja.

Y ni siquiera sabía por qué le preocupaba tanto.

Sí, era gracioso pensar que el chico de las semifusas y de las aventuras pasajeras participase ahora, casi continuamente, en los tira y afloja de la de las converse. Pero, ¿sabeis una cosa? Más gracioso era pensar en la reacción que el chico tendría si en alguno de los casi constantes tira y afloja acabase tensando demasiado la cuerda y ésta se rompiese con un estallido, como la sexta cuerda de una guitarra tras afinarla demasiado.

Porque por más que lo pensase no encontraba comparación lo suficientemente cercana a su hipotética reacción. Porque aún con la cordura de cualquier chico de diecisiete años, la locura es relativa. Y la locura podía ser magnética y atrayente como un imán enorme y rojo. Y siendo francos, el chico de las camisetas verdes no se sentía lo suficientemente loco como para plantearse regresar a la cordura de la vida real.

Porque como había dicho una vez, la vida real era aburrida. Él había preferido crear su propia vida. Y en ésta existían una serie de hechos claros y sólidos.

Que nunca dejaría de soñar despierto, que el cielo nunca estaría lo suficiente nublado como para desear acabar con su existencia, que los helados eran imprescindibles tanto en verano como en invierno, que beber vasos de agua era el principal metodo de desahogo, que nunca había reido lo suficientemente fuerte. Que en su vida estaba permitido emocionarse con sus canciones favoritas. Que en su vida existían ideas ideales, que ideales, idealísimas. Que algún día viajaría por todo el mundo.

¿Se dejaba algo?

Ah, claro.

Que estaba completamente enamorado de la chica de la nariz rojiza.

7 de septiembre de 2010

Eco del aire.

Como tantas otras veces, se planteó de nuevo como hacerla saber. Como hacerla saber lo que él sentía. Porque podía decirselo mil veces, pero además de ser cursi y empalagoso, ella podía no creerle. "Las palabras se las lleva el viento", como ella dijo. Tal vez podría escribirlo, y hacer que el papel llegase a sus manos. Pero ese papel podía perderse, y las palabras son meras palabras, aún no siendo pronunciadas, si no escritas.

Tal vez podría componer y dejar que los acordes, o los arpegios, o las quintas, o las cuartas, o lo que fuese, dejasen claro sus sentimientos. Tal vez podría cantar. Pero claro, la música sólo es música, y aún pudiendo expresar muchos sentimientos, él sabía que no era la manera indicada.

Volvió a preguntarse por qué sentía la necesidad de hacérselo saber. Y con una sonrisa, volvió a recordar la respuesta.

Sí.

Quería que supiese que, aún siendo rematadamente empalagoso, había decidido abrirse. Había decidido dejar su ser al descubierto, incluso sabiendo que eso le traería problemas. Que había decidido olvidarse de esas aventuras pasajeras a las que él había estado tan acostumbrado. No por conveniencia, ni por obligación. No. Porque el la quería.

Que había dejado de preocuparse por el destino del tren, para disfrutar del trayecto. Que hasta su manera de hablar había cambiado. Que recordaba números sin significado aparente, pero que al ser pronunciados por cualquier persona le hacían sonreir. Que sus excusas cada vez eran peores. Que adoraba los helados de nata. Que había conseguido tomar decisiones que anteriormente habría rechazado. Que había logrado elaborar suficientes metáforas como para aprobar literatura durante varios cursos.

Que ahora temía la oscuridad. Nunca antes lo había hecho, ya que él y ella habían sido amigos. Se habían beneficiado. Ella le proporcionaba un lugar aislado desde el que poder observar a su alrededor, frío que calmaba su ardiente temperamento y a cambio él atraía a chicas sin nombre que sólo servían de alimento a la oscuridad. Habían trabajado bien en equipo. Pero su amiga se había desvanecido con la aparición de la luz de las converse. Y ahora temía su regreso.

Se sentía como en una calle cualquiera, por la noche. No tan tarde como para que el sueño le invadiese y le incitase a regresar a casa, pero lo suficiente para que no haya nadie que estropee su percepción. Si, si. Antes había odiado esas calles, le parecían tristes y peligrosas. Y sin embargo adoraba caminar por ellas, contemplando las luces de las farolas que parecían señalar un camino de baldosas amarillas, pero que no hacen otra cosa que iluminar de manera vaga la carretera de asfalto. Y en esa calle, se sentía libre.

Y sintiendo esa libertad que le causaba tanto furor, también sentía su dependencia. Agh. Nunca le había gustado depender, consideraba que eso no era para él, que él era lo suficientemente fuerte como para resistir cualquier ataque de dependencia que apareciese en su vida. Pero notaba la fuerza con la que era arrastrado al abismo. No, no se agarraba a ninguna cuerda salvadora, que es lo típico. Él se lanzó al abismo, aún teniendo centenares de cuerdas que le proporcionaban seguridad. La fuerza de la gravedad, su atracción por la luz que en el fondo podía vislumbrarse y su sonrisa, habían provocado que abandonase el bosque de cuerdas salvadoras.
Y los Newtons de esa fuerza superaba con creces los que se exponían y se pedían en sus queridos problemas de física. Y su dependencia crecía, y su libertad también. Y era la fusión perfecta. Como el azul y el amarillo, que al mezclarse forman el verde. Y él no podía vivir sin el verde.

Porque la física de la realidad y del amor son diferentes.

4 de septiembre de 2010

Rostros sin expresión.

Tras otro confuso torrente de sentimientos, paró a meditar.

¿Cómo podría definirlo? No podía encontrar una palabra adecuada. ¿Tal vez autoconvencimiento? ¿Tal vez resignación? ¿O satisfacción? ¿O felicidad? ¿O angustia? No, no existía ninguna palabra capaz de definirlo.

Trató de analizarlo pues de manera lógica, tal y como había hecho anteriormente. Biológicamente no era más que una atracción que podría traer descendencia y por tanto preservar la raza. Psicológicamente no era más que una mera casualidad, no era más que alguien aparecido en el momento y lugar precisos, de la manera precisa. Químicamente, se podría definir como un conjunto de sustancias químicas liberadas que atraían a ambos receptores a unirse. Físicamente, un cuerpo cede su calor hasta igualar su temperatura con el otro cuerpo.

La filosofía podría definirlo como un anhelo de cualquier ser humano. La literatura como la razón de las razones, el sentido de la vida del protagonista. La poesía como la inspiración. La música como la letra. La historia como un algo capaz de causar guerras y destrozos entre paises. Las matemáticas como una operación algebraica con dos incognitas y sin un número real al otro lado del igual. La informática como un conjunto de ceros y unos sin sentido alguno. La economía como una inversión muy arriesgada.

Trató de encontrar la respuesta a varias preguntas. ¿Por qué ese sentimiento? ¿Por qué el tiempo aceleraba su marcha cuando estaban juntos? ¿Por qué no podía evitar una sonrisa al recordar su voz? ¿Por qué se arriesgaba a mostrar partes de él mismo que nadie había conocido antes? ¿Por qué se permitía el lujo de soñar con sueños imposibles? ¿Por qué los helados parecían más fríos, los batidos más dulces, el césped más verde, y él mejor persona cuando estaban juntos? ¿Por qué?

Sabía la respuesta a todas esas preguntas. Y llegaba a ser repetitivo. Rematadamente repetitivo. Y le angustiaba serlo.

En cualquier caso, aún siendo repetitivo, aún habiendo pronunciado esas palabras más de diez veces, aún sabiendo la respuesta a esas preguntas y aún con la ausencia del peso de su dependencia, estaba encantado de responderse a sí mismo.

Porque esa respuesta era como el primer día frío tras varias semanas de calor angustioso, como el acorde que marca el comienzo de una canción capaz de poner la piel de gallina, como el principio de las vacaciones, como despertarte una mañana y recordar el fantástico día de ayer. Porque esa respuesta era fría y cálida a la vez. Porque le encantaba responder con esas simples palabras a cualquiera que le preguntase.

"Porque la quiero."

Repetitivo, rematadamente repetitivo. ¿Pero que más le daba serlo? Él era un chico de hechos y ahora su mundo había pasado a ser una hipótesis en plena acción. Sus cimientos sólidos y bien asentados se habían convertido en barro tras permanecer en contacto con ese torrente de sentimientos.

¿Y cómo decirlo? A él le daba igual. No le importaba. ¿Por qué? Conocía la respuesta.

Sí, rematadamente repetitivo. Entre otras cosas.

Suspiró y continuó su camino, mientras a su lado pasaban personas sin ninguna expresión. Mientras su mente dibujaba una y otra vez los trazos de un mismo rostro. Mientras que sus labios formaban un sólo nombre.

Mientras que volvía a repetir su respuesta favorita, sin poder evitar mostrar una media sonrisa.

2 de septiembre de 2010

Puntos y comas.

Casi sin darse cuenta, poco a poco, sus vidas se fueron entremezclando, tejiéndose hilos rojos que se juntaban y se enrollaban hasta formar una maraña de nudos. Y eso le encantaba. ¿Para qué negarlo? Sabía que los nudos enmarañados y enrollados son más díficiles de desnudar o romper. Se alegraba de saber que ella hablaba de él con sus amigas. Se alegraba de no ser uno más. Se alegraba de ser importante. Se alegraba de ser reconfortante. Se alegraba de verla día si y día también. Se alegraba de conocerla. Se alegraba de que ella le necesitase, aunque sólo fuese una mínima parte de lo que él a ella. Se alegraba de ser él.

El humo de un cigarro compartido en la plaza mayor, las palabras pronunciadas en el césped de un lugar cualquiera, las conversaciones cortadas bruscamente por un beso, los mensajes de texto a las tantas de la madrugada, los golpes bajos, los momentos de frustración, las malas noticias, las buenas noticias. Las caricias, las rodillas destrozadas en un banco, la incomodez de éstos, la comodez de la cama, la preocupación por perderla, las perdidas del autocontrol, los cracks, los abrazos de compasión, las películas descargadas de internet, los piques tontos, los contínuos tira y afloja, la sincronización, las canciones dedicadas y compuestas, las letras no escritas, los escritos empalagosos y cursis, las clases de física. El hombre de las maletas, los niños diabólicos el pollo al horno, las semífusas, las deudas, el esparto, el cordel, las converse, su territorio, las calles perdidas de la capital, los batidos, los cruces de peatones, las fuentes, las ciencias, las humanidades, las paradas de metro pasadas sin darse cuenta. El principio de algo, el trayecto ya empezado de un viaje sin destino.

30 de agosto de 2010

Era viernes.

Era viernes.

Era viernes y había quedado con ella.

Era viernes e iba a pasar la tarde con ella, en la capital.

Era viernes 30 e iban a estar solos toda la tarde.

Era viernes 30 e iban a la aventura.

Era viernes 30.

29 de agosto de 2010

¿Cómo dices?

Sentarse en medio de la acera cuando está diluviando y sentir como el agua empapa el rostro y la ropa, aún a sabiendas de que al llegar a casa habrá bronca. Copiar una película en un CD cuando te la pidieron en un DVD y ahorrar así uno. Tocar el bajo hasta las tantas de la mañana, y sentirse inspirado para seguir tocando sin pensar en dormir.

Escribir historias sin sentido alguno, pero que sirven para desahogar y expresar los sentimientos. Soñar con ser alguien en el mundo, un superhéroe, o un médico prestigioso, o un gladiador romano, o un arqueólogo aventurero, o una estrella de rock, o símplemente alguien feliz. Coger el último trozo de pizza. Acabar un trabajo de clase. Faltar a las clases. Asisistir a las clases.

Charlar y charlar sobre sandeces. Redactar poemas cursis y empalagosos. Tirar esos poemas a la basura. Oler la tierra mojada. Asomarse a la ventana y sentirse libre. Contemplar el horizonte en el mar. Escuchar tu canción favorita una y otra vez.

Encontrarse dinero en el suelo de la calle. Bucear en la piscina y demostrar que eres quien más aguantas. Sobrevivir a la mayor bronca y darse cuenta de que no era para tanto. Angustiarse por perderse a sí mismo. Buscar un motivo para seguir luchando. Luchar por buscar un motivo.

Llorar hasta que no salgan mas lagrimas. Reir hasta que te duela la tripa y la cara. Sonreir ante una persona agradable. Emocionarse con una película infantil. Jugar a ser piloto. Ser piloto jugando. Tomar un refresco cuando las gotas de sudor caen a borbotones. Zambullirse en la piscina en un día caluroso. Abrigarse antes de salir de casa en un dia frío.

Levantarse y encontrarse la calle nevada. Correr y sentir el corazón a mil por hora. No correr y sentirlo a la misma velocidad. Animar a un amigo cuando lo necesita. Ser animado por un amigo cuando se necesita. Memorizar diez fórmulas físicas y saber aplicarlas en cualquier situación de la vida cotidiana. Comprobar que los contactos del móvil no se han borrado al cambiar de aparato.

Y sobretodo. Sentir tantas cosas diferentes y complejas que tengas que parar estés donde estés y trates de aclararte.

Ella hacía que todo aquello fuese insignificante. Ella hacía que no fuesen más que un cúmulo de cosas sin sentido alguno.

Ella le hacía feliz.

¿Y por qué más?

Porque la quería.

Suponía que esa era la razón por la que no le importaba encontrarse tal y como se encontraba. ¿Suponía? Oh venga ya. Esa era la razón. Porque podría apostar por lo seguro. Porque podría dejar de sentirse asi de confuso. Porque podría olvidarse de todo, incluyéndola a ella, y vivir sólo por y para él mismo. Porque podría volver a controlar su vida.

Porque podría hacer todas esas cosas. Si. Podría hacerlo. Y tenía que admitir que era realmente tentador.

Sin embargo no pensaba hacerlo. ¿Por qué? Creía conocer esa respuesta.

Porque la quería.

Su sentido de la lógica había desaparecido, por completo. Porque no recordaba las fórmulas que tan poco le había costado memorizar, ni razonaba con la misma rapidez y agilidad que anteriormene. Tal vez su continuada ausencia en las clases de física había sido un factor que acentuase esa falta de lógica. Tal vez el hecho de enamorarse había contribuido a la desaparición. Tal vez.

¿Y qué mas daba? ¿Y qué mas daba no saber que fórmula aplicar en tal operación matemática? ¿Y qué más daba no saber como reaccionar ante diversas situaciones por las que no había pasado anteriormente? ¿A quién le importaba que en las últimas semanas hubiese repetido tantas veces dos palabras que por separado no tienen significado alguno, y sin embargo al juntarlas y pronunciarlas en su presencia cobraban tantos significados diferentes?

Lógica fuera. Razón fuera. Control fuera. Independencia fuera.

¿Las echaba de menos? Recordaba su capacidad de razonamiento, su autocontrol, su manera lógica de ver el mundo y de actuar, y sobretodo su independencia, su capacidad para valerse con sí mismo. Habían sido siempre su firma. Su manera de ser y actuar. Las extrañaba.

Pero no las quería. No ahora que la conocía, y conocía otros sentimientos. No ahora que la luz había bañado su habitación mostrándola tal y como era. No ahora.

Y dependía de ella. Y eso era tal vez lo que más le podía frustrar. Dependía del gesto más insignificante. De la frase sin menos coherencia. De la palabra más tonta. De las palabras con menos significado. Si. Dependía. Pero, aún siendo paradójico, estaba satisfecho de depender.

Porque en cierta manera, él lo había elegido. Porque podía haberse echado atrás cuando empezó a sentir tantas cosas, y haberse apeado en la estación más cercana al origen del viaje. Porque podía haberse agarrado a la seguridad de la cuerda que colgaba sobre el abismo. Porque podía haber desaparecido. Pero había preferido seguir adelante, y continuar sentado en vez de apearse, y lanzarse a la oscuridad del abismo sin preocuparse por que dejaba atrás, y no desaparecer del mapa, sino continuar siendo un punto visible.

Porque eso era lo que era. Un punto visible.

Y porque pasase lo que pasase, había acertado lanzándose al abismo. Porque la luz lo había iluminado, y no era tan oscuro como parecía desde arriba.

¿Y por qué más?

Ah si. Porque la quería.