I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

8 de noviembre de 2010

El gris juega a ser otro color más.

Los días grises eran para quedarse en casa. Para sentarse en el sofá a leer un libro, o a ver la televisión. Para tomar un buen chocolate caliente mientras se contempla las nubes grises del día gris.

Eran días en los que algunas personas parecían dejar durante unos segundos su ajetreada rutina para contemplar con resentimiento, incluso odio, las frías coagulaciones de vapor de agua que impedían el paso de la luz del sol.

Los días grises, para las personas grises que observaban el cielo, eran días tristes y carentes de personalidad. Y eran días para hacer cosas grises.

Sin embargo, para él los días grises no eran días carentes de personalidad y tristes. Los días grises eran días para disfrutar. Porque las nubes se movían más rápidamente que las personas que, ajenas a este fascinante fenómeno, caminaban con prisa por las calles de la capital. Porque esos días, las calles se teñían de amarillo, o de verde, o de naranja. Literalmente.

En los días grises caminar por frías aceras siguiendo el camino de baldosas teñidas de amarillo era uno de sus pasatiempos favoritos, como lo era también colgar carteles que se volaban con el viento, o sentarse en un banco a contemplar las muecas de rostros desconocidos ante el frío. Aspirar el olor a tierra mojada tampoco le iba mal. O subir a azoteas prohibidas a contemplar las nubes, evitando las miradas indiscretas de vecinos poco discretos.

Entrar en centros comerciales a cotillear y sentir las miradas de desaprobación por su despeinado flequillo, o por sus sucias converse. Dibujar un rostro ya tan conocido en todos los cuadernos naranjas. Los días grises hacían que subir y bajar por escaleras mecánicas fuese más inusual que de costumbre. Salir a la calle y chocar con el frío, pero no sentirlo. Eso se lo dejaba a las personas grises. Plantearse preguntas y tratar de encontrar su correspondiente respuesta. O al revés.

Buscar un nombre entre las letras de las matrículas pertenecientes a coches verdes. Reírse ante su obsesión. Escribir cursiladas con los dedos en los cristales cubiertos de vaho.

Los días grises eran días en los que le faltaba tiempo para hacer sus típicos pasatiempos.

Por eso, esos últimos meses, los días grises los pasaba corriendo sin fijarse en los colores de las calles, ni en las nubes. Saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras mecánicas. Ignorando los bancos donde podría sentarse a contemplar rostros. Ignorando el día gris.

Porque desde hace unos meses, todos los días eran naranjas. O verdes, dependiendo de si era par o impar.

Porque desde hace unos meses, todos los días la veía aunque fuese sólo un rato. Y eso era mejor que siete días grises.

Y siete más cuatro son trece.


1 comentario:

Carlos. dijo...

Los días grises, grises son.