I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

12 de febrero de 2011

Sólo era un pingüino.

El repiqueteo del pie del chico chocando con el parqué casi impoluto de su salón no hacía si no sumir la sala en una suave inconsciencia, acentuada por la dulce melodía que acompañaba a este metrónomo artificial. Esa mañana, las nubes cubrían el cielo a su paso por éste y la ventana cerrada, extraño en él, no dejaba pasar el frío viento que golpeaba los árboles con violencia. No quería que nada le interrumpiese.

No cabalgaba sobre los acordes de una tonalidad mayor, ni menor, ni cualquiera otra preparada con antemano, pero tampoco improvisaba. Las mismas siete notas puras de siempre, con los mismos rasgueos y arpegios. Tal vez hubiese sido que el periódico no había llegado aún, o que el café se había agotado y había tenido que abusar del cola-cao. Tal vez el que el despertador no hubiese sonado a su hora. Tal vez y tal vez.

Definitivamente, no era una mañana más. Como había ya definido algunos días anteriores como que no habían sido otros días más, mediante una certeza casi inhumana. Por primera vez en mucho tiempo, muchísimo, había encontrado una letra. Porque había compuesto innumerables canciones, baladas y huevos fritos, pero nunca había encontrado palabras que la acompañasen.

El hecho de no ser muy dado a expresar como se sentía había influido en gran medida en ello, por lo que la mayor parte de sus canciones no hablaban de él, y las que lo hacían de forma intuitiva y poco clara. Sin embargo, joder, esa mañana estaba realmente inspirado, y las palabras fluían, en una melodía nueva y pura.

Recordó. Recordó y sintió, mientras fluía como nunca antes había hecho. Rememoró sensaciones nunca antes sentidas.

La RAE siempre ha definido los celos como el "recelo que alguien siente de que cualquier afecto o bien que disfrute o pretenda llegue a ser alcanzado por otro". Y él siempre se había mofado de todos esos chicos que se ponían morados cuando veían como Matt abrazaba a alguna de sus amigas. Le resultaba gracioso la facilidad con la que su rostro dejaba de resultar amigable y tal vez tímido, a tornarse malhumorado y huraño. Es más, varías veces había disfrutado en silencio de esta sensación de... ¿impotencia de los chicos, tal vez? Sin pretender nada. Matt nunca pretendía nada. Los celos que inundaban a aquellos chicos habían sido motivo de burla durante años, meses y semanas.

Por eso, tal vez, la bofetada de realidad más dolorosa se la llevó cuando sintió en sus propias carnes un sentimiento que siempre había considerado estúpidamente ridículo. Y el hecho de que no se hubiese producido por un motivo no disculpable no había hecho si no empeorar cómo le afectó. Dos sonrisas, una inoxidable y otra blanquecina, cuatro brazos, dos delicados y otros algo más robustos, cuatro ojos y cinco o seis cigarros se habían entrelazado en un abrazo de la más pura amistad que provocó todo este desequilibrio emocional en un loco de las emociones. Y con una puñalada aún sangrante en el corazón, y dos o tres kilos de más de melodrama había tenido que apartar la vista y bajar la mirada hacía sus rotas zapatillas. Él, joder. Él. Él apartó la mirada al ver esa cariñosa despedida por celos.

En ese momento no había persona, bienvenido de nuevo, melodrama, que llegase a entender al chico que se reía de los colores. Ella no era una excepción. No me malinterpretéis, ella no entendía por qué el chico había bajado la mirada, y sentados en dos asientos de un maloliente vagón, casi no había articulado palabra, pero ni siquiera él mismo lo entendía, lo que no le excusaba de infantil, inmaduro, indecente y estúpido. Sin embargo, y sin poder evitarlo, recordó esa imagen que tantas veces sería recordada en un futuro, y su mente, desviada totalmente de una autopista hacía ya tiempo, postulaba diversas hipótesis absurdas, en las que Ella dejaba de ser Ella y pasaba a ser ella. Una ella que no permitía que Matt subiese a la casa de la chica día sí y día también, que dejaba de despertarlo a las tantas de la mañana para simplemente decirle por sms alguna tontería para ella, y algo digno de insomnio para él, y que no decidía calarse los calcetines simplemente por calzar unas converse rosas y ajadas por el tiempo y el uso.

Y ella había desistido a su interrogatorio, y se había sumido en un estado de ligera melancolía similar al del chico. Y esto no hacía más que acentuar ese estado, con lo que entraban sin saberlo en un bucle infinito o de retroalimentación positiva. Las estaciones se sucedieron, las farolas ya se habían encendido y las palabras habían sonado algo más altas y con más dureza que de lo costumbre.

Creo que una vez dijo un sabio que no se vuelve a la realidad hasta que ésta te mete un bofetón. Y el chico de las mejillas rojas estaba demasiado acostumbrado a que la realidad no le hubiese metido uno de esos en una larga temporada, por lo que tras la primera reacción, decidió no desistir y seguir agarrado a ese pedazo de mundo que el poseía, en vez de aterrizar y comenzar a caminar sobre la faz de la tierra. ¿Qué le iba a hacer si esa faz era aburrida y tremendamente desesperante?

Por eso esa mañana había decidido no asistir a la rutina, y se había aislado totalmente en el ordenado salón. Había movido los sillones a primera hora de la mañana para tener permitida libertad de movimiento y expresión, y una silla blanca, en medio de éste, era su única compañera. Así que allí, solo, susurrando a la guitarra negra palabras carentes de orgullo, y con una inspiración coqueta y traviesa, demostraba a esa zorra que también llaman realidad como aún no había cedido.

Y por ese bofetón, tal vez la canción fluía tan fácilmente. Porque, por primera vez en muchísimo tiempo, pedía disculpas sinceramente.

Y la piel no se le caía a cachos.

4 de febrero de 2011

Uno no se puede fiar ni de una persiana.

Había noches en las que, tumbado en la cama, hasta las mismas lavadoras sentían envidia de él. Las sabanas, por el contrario, parecían cogerle manía poco a poco al quedar enredadas, arrugadas, empapadas y a veces desperdigadas por la cama o, en las peores horas, en el suelo.

Las persianas, dulces ellas, trataban de tranquilizarle con su suave tintineo, mientras que la robusta puerta marrón se movía y chirriaba tratando de llamar la atención de sus amigas, las azules paredes, que contemplaban sorprendidas y algo cohibidas la desesperación del chico. Las noches dejaban de ser horas de descanso para pasar a inyectar angustia a sus horas. La habitación se convertía, seguramente sin desearlo, en su silenciosa confidente, inerte pero cuidadosa.

En esas ocasiones se sentía terriblemente observado y despojado de su intimidad, y su mente, embotada, comenzaba a divagar como si el alcohol hubiese alterado la sangre del chico.

Lo cierto era que siempre había colocado al mismo nivel tanto a médicos de bata blanca como a carteros de motos amarillas. Tanto destinatarios como remitentes estaban condenados a sufrir el abandono de la justicia y la compasión de ambos oficios.

No entendía como las cantantes de Ópera se atrevían a alzar la voz hasta llegar a una nota que seguramente dañase el oído y la moral de una persona no elegida al azar. Ni como los bigotes antiguos podían cambiar tanto el rostro de un hombre. Ni como las serpientes se atrevían a asfixiar a un roedor que caminaba confiadamente por la selva del amor. No entendía el griego, ni el francés, ni el latín, ni lo directo que podía llegar a ser un director de Ópera y amante de las serpientes, o lo indirecto que parecía ese ratón.

Tampoco entendía como los escritores de historias increíbles podían morir de tuberculosis, o de amor. Ni por qué. No entendía por qué canciones desconocidas hasta hace poco ahora podían llegar a resultar tan violentamente desagradables. Ni por qué sus dedos se crispaban al imaginar. Ni como pudo Bruto traicionar a su padre adoptivo.

No entender tantas cosas le daba dolor de cabeza, y le hacía pensar lo estúpido que tenía que ser para no entenderlo todo. Más rabia, y vuelta a empezar. Y es que era poco probable que un cualquiera pudiese comprender una mínima parte de las piezas oxidadas del mecanismo escacharrado que no superó las pruebas de fábrica. No entender, no, eso lo podía hacer mucha gente. Comprender, que es entender y compartir.

-¡Estoy hasta los cojones! ¡Iros todos a la mierda! -blasfemaba Matt revolcándose en la cama -¡Sois todos una panda de gilipollas! ¡Joder!

La persiana se abrió de golpe, y la luz tímida de primera horas de la mañana inundó la habitación. El chico miró con resentimiento a su persiana azul, y decidió despejarse un rato. Correr, desahogarse, esas cosas. Así que sacó su vieja bicicleta roja del cuarto de invitados, comprobó las ruedas y abrió la puerta para largarse. Antes de salir miró atrás.

-Me dejo las llaves, el tabaco y ... -trató de recordar.

Bajó las escaleras corriendo, con la bicicleta cargada sobre su hombro.

¿Qué demonios sería cualquier chico sin una mínima parte de principios?