I like it

I like it
Take me to the place i love ... Take me all the way

25 de noviembre de 2010

Se queda a comer en casa. De nuevo.

Ciertamente podría admitir muchas cosas, aunque no lo hiciese.

Podría admitir que tocaba a todas horas su canción con su guitarra, y que ideaba mil y una letras que se mantenían escondidas en un cajón, y allí seguirían. Podría admitir que deseaba cantarla mil y una canciones, aún con su timidez a cantar delante de una sola persona y más siendo ella. Que las canciones tenían significados ocultos que esperaba que ella captase, pero no podía leer su mente, aunque terminase la mitad de las frases que el chico empezaba, y esos significados se quedaban escondidos entre unas notas cuidadosamente seleccionadas.

Podría admitir que su canción preferida, no la que más ritmo, mejor letra o mayor duración tuviese, no, la única que le hacía sonreír al escucharla, era la de las fresas, antigua y algo psicodelica. Que prestarla su chaqueta se convertía en una necesidad al verla tiritar sutilmente. Que antes de conciliar el sueño, lo úlitmo que pensaba era en la propietaria de una cama con sabanas moradas, y que nada más abrir los ojos al día siguiente, su primer pensamiento era el brillo, imaginario, de unas pupilas incoloras.

Podría decirla que se pasaba las clases ideando nuevas formas de sorprender a esa chica que con una sonrisa le invitaba a marcharse de su casa. Que su comportamiento, el del chico, era infantilmente estúpido, y que ante nuevos sentimientos, shocks, zases o hamburguesas pequeñas pedidas por encargo, sólo podía agachar la cabeza y tratar de ordenar las ideas. Como un niño.

Que parecía un loco mientras esperaba a que las horas y los minutos que le separaban de ella pasasen de una vez. Que el sonido estridente del móvil llegaba a resultar curiosamente agradable, y provocaba una alegría desmedida al leer el contenido. Que sus escritos eran los mejores que nunca antes había leído.

Que se pasaba las veinticuatro, o veintitrés y media, horas del día deseando atrincherarse en su almohada y perderse entre esas sabanas que no eran las suyas. O que verla esperándole en su portal hacía que se olvidase de con quién caminaba, hablaba y explicaba, y sólo pudiese sonreír como un idiota y correr a su lado.

Podría admitir que en su mayor pesadilla ella no estaba, o que un día sin verla era una pérdida de tiempo. Que los huevos fritos, si no eran comidos sobre la cama, no sabían igual. Que dependía totalmente de ella.

Podría admitir muchas cosas que ella ya sabía o, en su defecto, intuía. "Si lo hiciese" pensaba mientras las notas de una canción ya tan conocida inundaban la habitación "seguramente se asustaría y se largaría" paró de tocar y miró a la nada. "Bah, supongo que podría superarlo" pensó con orgullo mientras volvía a acariciar las cuerdas de su guitarra y se mordía el labio. Como a ella le gustaba.

Podría hacerlo, sí, pero antes tenía que admitirse a sí mismo un hecho que llevaba aporreando su puerta bastante tiempo.

Y es que si ella se marchaba, su pasado, presente y futuro se irían a la mierda. Dejar de vivir para empezar a sobrevivir de nuevo le parecía insoportáblemente desagradable.

Y el adjetivo frío, para sorpresa del chico, se abrió paso entre las idioteces de su mente.

24 de noviembre de 2010

Es como sumar dos y dos. O algo parecido.

Un paso tras otro, el chico se perdía en las frías calles de la capital. Los altos edificios se alzaban a ambos lados de la carretera, y las luces parecían iluminar los lugares con menos necesidad de ser iluminados. El vaho se mezclaba con el humo de un cigarro, a la vez que el chico trataba de contar cuantos de éstos habían rozado ya sus labios en las últimas semanas.
La verdad era que no sabía dónde iba. Caminaba para no quedarse quieto, intentando calmar sus emociones. Buscando tranquilizarse. Porque sí. Aún con incoherencias gramaticales.

No obstante, la inmensidad de sus sentimientos no se lo permitiría. Los pensamientos corrían y se pasaban a vertiginosas velocidades, recordando, atrapándolo en un mundo del que difícilmente podría salir. El presente y el pasado parecían haberse unido esa misma tarde. Parecía, porque lo cierto era que ese chico no había hecho más que dejarse llevar por algo más grande que trece mil rascacielos. El melodrama había llamado a su puerta.

Y es que todas las personas tenían un pasado. Todas las personas habían forjado su carácter gracias a las experiencias pasadas, algunas buenas, otras no tan agradables. Y todo eso estaría ahí, siempre, porque había marcado a la persona. Matt siempre había escuchado con interés, cómicas o tristes, daba igual, para tratar de descifrar el carácter del interlocutor. Y le divertía hacerlo, era una especie de pasatiempo.

Nunca había preguntado más de lo debido. Nunca había indagado donde no debía haberlo hecho. Nunca había habido exceso de información.

Esa tarde, sin embargo, había entrado en shock al escuchar unas historias cómicas y recordadas con alegría. Unas especiales, claro.

"¿Dónde estaba yo?" se repetía una y otra vez mientras ella le contaba con todo lujo de detalles sus historias"¿Dónde coño estaba yo? Joder, joder" ¿Dónde iba a estar? Él estaba viviendo sus propias historias. No podía haber pensamiento más estúpido. No podía haber menos inspiración. Y es que esa pregunta se había repetido una y otra vez a lo largo de la tarde. Su humor había decaído al darse cuenta de la estupidez de ese pensamiento. Y tras la primera vez que formuló esa pregunta, un violento torrente de sentimientos arrojó al chico a las profundidades de sí mismo. Hundiéndole y zarandeándole en su propia mierda. O estupidez.

"Eres un jodido egoísta. Un hipócrita. Oh venga ya tío, no puedes ser más idiota" se dijo a sí mismo mientras cruzaba rápidamente la carretera y cambiaba de dirección. "Ten diecisiete años, joder"

Él era un chico de hechos y de números, y los porcentajes eran su especialidad. Al igual que sabía que el 23,7 por ciento de las personas fumaba, o que el 50 por ciento de las personas en Austria tocaba un instrumento, o que el 90 por ciento de los sueños nunca es recordado, sabía perfectamente que el 99 por ciento de su vida era ella. Y que el otro uno por ciento, lo pasaba pensando en ella. Porque había apostado todo, e iba al descubierto.

Y alcanzó a comprender lo mucho que dependía de esa chica. Lo mucho que se repetía. Lo mucho que la quería. Como su vida había subido a un Tio Vivo sin fijarse en lo que dejaba atrás, y ahora daba vueltas y vueltas alrededor de un mismo eje. De un eje naranja. Y que su órgano rojo se había largado lejos de él, con ella. Para no volver.

Ella nunca alcanzaría a comprender la inmensidad de esos pensamientos tan tópicos y repetidos anteriormente por tantos otros labios. El shock jamás causado anteriormente le había dejado sin aliento, pero aún estando con él, a su lado, ella no se había dado cuenta. Cierto es que su expresión no había variado ni un ápice, pero los ácidos líquidos estomacales habían comenzado a burbujear. Y su confusión bailó con sus mayores miedos, y se perdió en un laberinto de emociones, canciones preferidas, aspiradoras rotas y despertadores atrasados.

Y es que, el chico de los hechos se había acostumbrado a las sabanas moradas de una cama que no era la suya. Y ni por mil bajos, tres mil guitarras o doscientas hormigas, las cambiaría.

Porque ella era única chica de las converse.

20 de noviembre de 2010

Intenciones no intencionadas.

Había mañanas en las que el sol parecía querer ser puta. Pero no puta de puta, si no puta de puta. Era difícil de entender y aún más de explicar.

En ocasiones gritar palabras afiladas podían llegar a herir como putas. Como putas dolorosas, claro. A veces los pliegues de la piel que formaban la comúnmente denominada papada arrojaban maldades sobre los ojos brillantes y los sueños a la una de la madrugada.

Pero esos pliegues no tenían ni idea del verdadero significado de puta. Porque puta no era lo que ellos creían. No. No ser puta era sonreír y defender, y dar explicaciones a sabiendas de la ausencia de obligación a darlas, y pedir cariño, e introducir manos en pantalones rotos con consecuencias casi desastrosas. Y querer manchar tantas cosas como fuesen posibles.

Ser puta no era preparar sorpresas para ser entregadas anteriormente ante un arranque de nosequé. Ser puta no era entender a la perfección algo inteligible. Ni tratar de definir el ser como el existir.

Las putadas podían ir de la mano con la hipocresía, aún con su carencia de significado (erróneo). Ser puta era escribir falsedades, o esconderse de la realidad propia, no de la común. Ser puta era no atreverse a ser feliz, y tratar de encontrar la felicidad en tristes realidades poco reales.

Ser puta era lanzarse a parlotear y parlotear, y no preocuparse por los sentimientos. De nadie. Ser puta era volver a ser perdonado y volver a recibir otra oportunidad sin merecerla.

Las ganas, como las putas, estaban ahí siempre. Aunque no se creyese, los pollos últimamente no hacían más que despertarse y dormirse, causando un torrente de confusión. Constantemente, el apetito de los pollos iba en aumento. El pienso o lo que comiesen los pollos, sin embargo, no se acababa. Por el contrario las mentiras no estaban presentes. Éstas estaban reservadas para las putas.

Ser puta era relativo, para variar. Y también redundante. Ser puta podía ser muchas cosas.

Pero no ser puta de manera perfecta sólo podía serlo una. Una cosa que robaba chaquetas de cuero. Una cosa que tocaba la guitarra de vez en cuando, y que grababa canciones no terminadas. Una cosa que besaba, provocando tantas cosas. Muchas. Una cosa que soñaba con ser aviadora. Una que creía que era una puta, provocando, al chico, una ruidosa carcajada al darse cuenta de cuan ingenua podía llegar a ser. Una con las ideas principales bien claras y la cabeza bien alta. Como su coleta.

Una cosa, al fin y al cabo, con mejores intenciones que las putas.

15 de noviembre de 2010

¿A qué sabe el azúcar?

Como tratando de escapar, el agua corría por la acera. Las nubes huían a velocidades vertiginosas y hasta los coches parecían correr a refugiarse de todos esos litros y litros que caían sobre la ciudad. Y aún con el frío y el agua, sentado bajo el porche de un portal sin número pero con muchos significados, trataba de dibujar su rostro.

Varios transeúntes que corrían huyendo de la lluvia, pararon un segundo a contemplar al que ellos creían desgraciado, chico . Desaprobación, desdén, pena, comprensión, mera curiosidad. Muchas fueron las miradas que esa noche recibió mientras trataba de terminar su trabajo. Su tozudez impedía que se levantase y buscase un lugar seco y cálido. No lo haría hasta que terminase.

Los trazos inseguros y torpes tropezaron con su determinación, otra vez, incitando a que arrancase, doblase y lanzase el papel. Lejos, donde ese trozo de hoja en blanco dejase de ser un mero boceto, y pasase a convertirse en un auténtico barco.

Trató entonces de escribir algo que le ayudase a expresar lo que sentía. Porque era frío y cálido a la vez. Y otras muchas metáforas. Pero estaba ahí, era un hecho, y lo podía sentir. Y el viento podía llevarse las palabras, los carteles y los papeles en blanco o no tan en blanco. Pero lo que el iluso viento nunca podría llevarse eran los hechos. Aún con todo, su inspiración, para variar, se encontraba de resaca, por lo que volvió a lanzar esos intentos de algo.

Vivir por una persona era el pensamiento más estúpido que se le había pasado por su cabeza en toda su vida. Pero en ese momento los pensamientos tomaban el té con los sentimientos. Y el té rebosaba de azúcar.

Tal vez fuese el sonido de la lluvia al caer sobre el hormigón, o las luces cegadoras de los coches, pero el chico separó la mirada de los papeles y miró al frente mientra suspiraba y exhalaba el último bocado de humo de su húmedo cigarro.

Y no estaba solo.

Su pelo, empapado, caía sobre su espalda, húmeda. Sus ojos le miraban fijamente mientras que su boca mostraba una ancha sonrisa. Sus ya conocidas converse no podían estar más caladas, y a través de ellas podía vislumbrar dos calcetines de diferente color. Húmedos también. Su cuerpo se estremecía a cada leve soplo de viento mientras con la mirada parecía pedir permiso para sentarse a su lado. El chico la invitó con un gesto, pero antes de sentarse junto a él la chica recogió del suelo los papeles arrugados y mojados que él había lanzado anteriormente.

Aunque observó con empeño su rostro mientras ella ojeaba sus bocetos, no logró advertir ningún indicio de desagrado al estudiar los que se habían salvado de morir bajo la tinta azul, dispersa por el agua, de su bolígrafo Bic.

- Decir que son malos es poco. No era mi intención que los vieses, ni que los leyeses. Quería...
- ¿Qué querías? -cortó ella mientras dejaba los dibujos a un lado y le miraba fijamente.
- No lo sé -admitió sonrojándose. Ella volvió a ojearlos con un suspiro

"Estúpido, estúpido, estúpido" Se repitió una y otra vez cuando se dio cuenta de su rubor. "No eres un jodido niño, no deberías sonrojarte" "Mierda, mierda" "Estúpido, estúpido, estúpido"

- Me encantan -dijo ella al cabo de un rato -De verdad
- No son más que...
- Son tuyos. Me encantan -cortó de nuevo. Sus dientes sonaron mientras con un estremecimiento se abrazó a sí misma, tratando de darse calor.
- No deberías estar aquí -pasó un brazo por encima de sus hombros.
- Me lo dice aquel que dibuja y escribe tirado en un portal sin número -comentó con sorna.

Rieron.

- Me encantan, en serio.
- No deberían hacerlo.

Ella sonrió y situó su rostro a escasos centímetros de su cara.

- Me lo dice aquel que dibuja y escribe tirado en un portal sin número-repitió provocando al chico.
- Te lo digo yo. Y el yo es...

No le permitió terminar la frase. Con un beso, la chica hizo callar al que dibujaba y escribía tirado en un portal sin número.

- Toma relatividad -sonrió ella al separarse.

Decir que la quería era quedarse corto. Rematadamente corto.

8 de noviembre de 2010

El gris juega a ser otro color más.

Los días grises eran para quedarse en casa. Para sentarse en el sofá a leer un libro, o a ver la televisión. Para tomar un buen chocolate caliente mientras se contempla las nubes grises del día gris.

Eran días en los que algunas personas parecían dejar durante unos segundos su ajetreada rutina para contemplar con resentimiento, incluso odio, las frías coagulaciones de vapor de agua que impedían el paso de la luz del sol.

Los días grises, para las personas grises que observaban el cielo, eran días tristes y carentes de personalidad. Y eran días para hacer cosas grises.

Sin embargo, para él los días grises no eran días carentes de personalidad y tristes. Los días grises eran días para disfrutar. Porque las nubes se movían más rápidamente que las personas que, ajenas a este fascinante fenómeno, caminaban con prisa por las calles de la capital. Porque esos días, las calles se teñían de amarillo, o de verde, o de naranja. Literalmente.

En los días grises caminar por frías aceras siguiendo el camino de baldosas teñidas de amarillo era uno de sus pasatiempos favoritos, como lo era también colgar carteles que se volaban con el viento, o sentarse en un banco a contemplar las muecas de rostros desconocidos ante el frío. Aspirar el olor a tierra mojada tampoco le iba mal. O subir a azoteas prohibidas a contemplar las nubes, evitando las miradas indiscretas de vecinos poco discretos.

Entrar en centros comerciales a cotillear y sentir las miradas de desaprobación por su despeinado flequillo, o por sus sucias converse. Dibujar un rostro ya tan conocido en todos los cuadernos naranjas. Los días grises hacían que subir y bajar por escaleras mecánicas fuese más inusual que de costumbre. Salir a la calle y chocar con el frío, pero no sentirlo. Eso se lo dejaba a las personas grises. Plantearse preguntas y tratar de encontrar su correspondiente respuesta. O al revés.

Buscar un nombre entre las letras de las matrículas pertenecientes a coches verdes. Reírse ante su obsesión. Escribir cursiladas con los dedos en los cristales cubiertos de vaho.

Los días grises eran días en los que le faltaba tiempo para hacer sus típicos pasatiempos.

Por eso, esos últimos meses, los días grises los pasaba corriendo sin fijarse en los colores de las calles, ni en las nubes. Saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras mecánicas. Ignorando los bancos donde podría sentarse a contemplar rostros. Ignorando el día gris.

Porque desde hace unos meses, todos los días eran naranjas. O verdes, dependiendo de si era par o impar.

Porque desde hace unos meses, todos los días la veía aunque fuese sólo un rato. Y eso era mejor que siete días grises.

Y siete más cuatro son trece.